Carlos Santibáñez Andonegui
Guillermo Samperio es un escritor que puede asirse, explorarse, que se deja abrazar. Variados son los prismas para mirar una obra como la suya. Borda la relación de causa a efecto que hay en las cosas. El personaje que se jubila esa mañana, después de una perversa manipulación del sistema descubre que quien va a sucederle en el puesto, es una persona preparada en forma muy parecida a él, uno casi igual a él. Él se había hecho pasar por loco para que el sistema lo readmitiera y el nuevo joven, por discapacitado, pero probablemente no lo es, pues dice el personaje: “a pesar del aparato, camina igual que yo”. El cuento es exacto, el hechizo de la transmisión de un puesto clave se hace patente en los entretelones del poder.
A veces no nos damos cuenta, el lector es emboscado sutilmente. Tomando vuelo, tiene como asunto las relaciones sexuales entre hermanos. Lo filosófico llega después, cuando acabamos de leer y nos quedamos pensando si será posible hacer extensivo el incesto a algo más. Si no son incestuosas por ejemplo las relaciones entre el alma y el cuerpo. Entre la vida y la muerte.
Iluminar de modo extraordinario la realidad es una cualidad que comparten cuentistas, ficcionistas y poetas. Arriesgo yo: dejarla más limpia, aun al precio de que parezca más sucia. “La Señorita Green”, aquella joven que se volvió verde. “Muchos dermatólogos lucharon contra lo verde y todos fracasaron. Lo verde venía de otro lado. Verde se quedaría y verde se quedó”. El cuento es poético, esté o no en verso. El arte de ficcionar consiste en sorprender el detalle insospechado en cosas de la vida, pasando por la estrechez de los significados humanos, la duda, la vergüenza, la risa, el detalle que ilumine un entorno, cuando no, una época. Como la fábula del sindicato conjeturada en “Lenin, en el futbol”. Hay en el cuento siempre como una misteriosa mecánica de las conjeturas, cual un museo donde se exhibe el pensar; es el caso de Otto a cuya madre le ofrecen dinero para exponerlo en la Sala Chopo, donde dan funciones de animales muy arriesgadas.
Samperio en personajes degradados, aparentemente desolados como Otto, ilumina en forma extraordinaria la realidad. “Noble corazón”, trata el problema de los escritores que pulen sus textos, pero ¿para quién?, ¿con qué objeto?, ¿lo saben ellos mismos?, o sólo lo imaginan, añadiendo vacío al vacío, acomodándose y desapareciendo luego entre cortinas. Son cuentos, pero se trata de la realidad. Alumbrarla es ensuciarla. Decía Gramsci: “La literatura es el pantano”.
Como en su momento pertenecieron a Arreola, hoy son de Samperio el retrato inimitable, el don de entresacar lo único que nadie había visto así de ese modo, aquello que ni el cine, ni los más refinados movimientos de cámara podrían igualar, porque saca cosas del fondo de lo humano que no pueden decirse más que con palabras. El narrador nos vuelve a enseñar de qué sirven las palabras.
Dr. Mane es la historia de un médico que ahorcó su poemario. Comete ese crimen. ¡Cómo había querido él inventar la poesía del siglo siguiente! El agravio es el poema mismo.
El cuentista tiene la vocación de autorizar las cosas, su lección para las jóvenes generaciones es que a la realidad se vale retorcerla, con la condición de iluminarla más todavía. Buen ejercicio leer así a Samperio, y a ficcionistas, como Rafael Pérez Estrada.
Habrá un águila real o una simple tarjeta con un mensaje: “Dany, sé que te van a llevar a través/ de muchos caminos. Felicidades; te/ quiere: tu Mamá”.
Hay un enfebrecido ambiente de circo, de magia por realizar. “Vicky, por favor, acércate…”. Samperio es dueño de todo, ficciona. La ayudante oriental será partida en pedazos. Imaginen el rostro chispeante del autor tras el cuento que casi se escribe solo. Samperio es juego, juego de luces entre lo verdadero y lo verosímil, hace del cuentista un mago que autoriza la realidad: “Ella Habitaba un Cuento”.
La razón del título del libro, Sueños de escarabajo (FCE, Colección Letras Mexicanas, 2011), son los Beatles, que significa los escarabajos. Fueron la semilla donde los humanos podían desempolvar sus sueños de escarabajo. A partir de tal posibilidad resultó fácil saltar hacia Bob Dylan, Joan Báez, los Rolling. “Los padres nunca imaginaron que sus hijos utilizarían la electricidad para hacerse escuchar a veinte cuadras a la redonda”. El mensaje de los Beatles, no es que haya cambiado al mundo, sino que se hizo la voz del cambio que se necesitaba en el mundo, y fue posible que la juventud hiciera su doble fila a fin de coordinar los movimientos del cuerpo colectivo. Nada será igual después del “She loves you, yeah, yeah”… Nadie se irá del mundo sin reparar en el sabor de tardeada, de romance de época en el que “se besó a quien en el fondo se deseaba besar”.
Samperio se toma y se deja asir, por el lado social. Componemos, a querer o no, algo llamado tejido social, hoy día tan fracturado y descompuesto con los problemas que nos duelen, la contaminación, el hambre, las guerras fratricidas en donde nadie sabe para quién pelea, y todavía la venta de las ideologías y el fracaso abrumador de la mayoría de los gobiernos. Nos acoplamos a “las distintas lástimas”, en el departamento del tiempo; contar a la manera de Samperio, no es tomar partido a la primera. “El hombre de la penumbra” es más que un personaje aburrido que se la pasa en su oficina hasta después de las diez de la noche, el drama del “secretario particular” que toda la vida dependerá de que se apague la lucecita del jefe, esa rendija por donde entra la luz que le perdona la vida. El hombre que traslada al laberinto de canceles su atado de ilusiones, y así noche tras noche espera a que se apague la lucecita o se prenda para que él, sonriente, se aproxime a decir: “¿Rodríguez, qué está haciendo a estas horas?”. Ahí está el narrador Guillermo Samperio, para honrar el momento y ofrecerlo en sacrificio al lector; el brazo de Rodríguez continúa extendido como si escribiera, y el autor testimonia: “desde el cielo oscuro del Distrito Federal entrarán las diez de la noche; Rodríguez se levantará de su silla giratoria, se abrochará el segundo botón de su saco gris, y con pasos seguros, distinguidos, se dirigirá a donde lo espera su mujer”.
Vale por el epígrafe de Collazos: “Un horizonte de naufragios/ la esperanza en todas partes”. El Estado como el gran comediante, usa el disfraz que más le conviene: “Estado-china poblana, Estado-filantropía, Estado-buena conciencia, Estado-señorita que se quedó para vestir santos”, o se apoya en la democracia como un viejo bastón, pero Samperio deja que sean sus personajes como el de Georgina, cuya piel invita a compartir ese juego de palabras “piel ageorginada”, quienes vistan y desvistan al gran comediante, y él guarda, sin descubrir, para sus íntimos adentros, el inapresable “sueño de amor”, tan pretendido en el pacto social de Rousseau, mientras la leche se calienta y Georgina recargada sobre el refri, deja escapar la dulce melodía que le gustaba a una niña: “Cachito, cachito, cachito mío, pedazo de cielo que Dios me dio”.
La mirada de Samperio —hay algo que se llama mirada, en literatura, unos le dicen oreja, perspectiva, voz— se cierne sobre el borracho más ebrio que su ebriedad, que al volver a casa rehúsa apagar la luz, da un bofetón a su mujer, la empieza a zarandear. Toda la imbecilidad y la brutalidad de este hombre se extiende como una sombra que deshace el entorno y mancha la de suyo insistente mancha urbana. Nos mancha. Nos manchamos. Esta es la importancia de crear textos de ficción: son un grito imparable de libertad.
Cuentos cifrados en lo humano, en la mancha, donde duele lo que duele y atrapa lo que atrapa y eleva a pensar, a descubrir, a gimotear, a dar muchos gritos antes de darse por vencido. Cuentos cifrados para años, décadas y siglos que vendrán, a leerlos donde él los dejó, en el imperdonable lugar de la mancha.