Diálogos de la mirada. Retratos de Norma Patiño
Roberto García Bonilla
La fotografía, escribió Roland Barthes en Cámera lúcida, está atormentada por el fantasma de la pintura: “la fotografía ha hecho de la pintura, a través de sus copias y de sus contestaciones, la referencia absoluta paternal, como si hubiese nacido del cuadro”, pero añade que no le parece que sea a través de la pintura como la fotografía vincule con el arte; es con el teatro.
Nos recuerda a Joseph Nicéphore Niépce (1765-1833), el confinado pionero de la fotografía, quien fijó una imagen retenida en una cámara oscura; aspiraba “descubrir en las emanaciones del fluido luminoso un agente susceptible de impresionar, con toda exactitud y de manera durable, las imágenes trasmitidas por el procedimiento de la óptica y la obtención de una huella que no se altere demasiado deprisa”. Alcanza su objetivo: la fotografía en negativo en 1816. De manera parcial fijó una imagen del exterior del estudio de trabajo sobre una lámina de papel recubierta de cloruro de plata. Diez años después obtuvo, a través de una cámara concebida por él mismo, la primera imagen, en rigor, fotográfica; Niépce llamaría heliográfica a su invención (luego se harían copias fotomecánicas). Sin recursos económicos, acepta el trabajo conjunto con Jacques Mandé Daguerre (1791-1851). Tras varios años de intentos lograría acceder a los descubrimientos de Niépce, quien fue explotado por su colega. Luego de no pocos experimentos y experiencias, Daguerre alcanza un proceso más sencillo para obtener las heliografías de su antecesor: la impresión fotográfica que significa el origen de la técnica fotográfica, ya de manera comercial.
Barthes observa que Daguerre explotaba en la Plaza de la República “un teatro de panoramas animados por movimientos y juegos de luz. La camera obscura, en definitiva, ha dado a la vez el cuadro perspectivo. La Fotografía y el Diorama, siendo las tres artes de la escena”: el elemento que vincula a la fotografía con el teatro es la muerte. “Es conocida —agrega Barthes— la relación original del teatro con el culto a los muertos: maquillarse suponía designarse como un cuerpo vivo y muerto al mismo tiempo […] Y esta misma relación es la que encuentro en la Foto; por viviente que nos esforcemos en concebirla, la foto es como un cuadro viviente, la figuración del aspecto inmóvil y pintarrajeado bajo el cual vemos a los muertos”.
Así podemos explicar, entre tantas significaciones, los cuadros de familia y sobre todo los retratos de los seres queridos; la exaltación del rostro del ser amado se “integra” al ojo ante la reiterada contemplación. La vida y los sentimientos, mejor, el deseo —entre tanto— se agotan en el suspiro repetido hasta la compulsión. Con el retrato se quiere poseer el pasado, suspender el presente y apropiarse del futuro sólo advertible en la rememoración. Así también se explica el retoque de los retratos hasta la transformación en el otro la otra que con quienes nos vinculamos.
“La foto —continúa Barthes— es como un teatro primitivo, como un cuadro viviente, la figuración del aspecto inmóvil y pintarrajeado bajo el cual vemos a los muertos”. En este sentido ahora podríamos aventurarnos a esbozar el retrato como un paraíso perdido; es natural, idealización entre la realidad del sujeto y la fijación de su rostro preso por la luz y el tiempo e impreso en el papel.
El retrato es un género de la fotografía cuya aspiración testimonial, documental, estética; entre la antropología y el arte, pasando por la historia cultural. La búsqueda de individualidad —en la representación de personajes connotados— y la identidad colectiva —cuando se plasman cuerpos y rostros de hombres y mujeres comunes— son propósitos del retratista. ¿Es posible retener la realidad anímica y corporal, al menos por un instante? La respuesta es afirmativa, aunque parte de ese aserto lo otorga la verbalización (entre la aspiración de veracidad y una retórica, consciente o no, que puede derivar en un discurso, es natural, en-cubierto de afeites maquillados).
El fotógrafo procura vitalidad a sus personajes; al aprehenderla enfrenta la fugacidad de la vida, la decadencia del cuerpo y su abandono ineludible. Si, como apunta Barthes, “la fotografía repite mecanicamente lo que nunca podrá repetirse existencialmente”, ésta procura la ilusión del goce, la plenitud, reproducibles como ecos en la memoria anímica ante la presencia de las imágenes entre gestos y oquedades.
En Diálogos de la mirada. Retratos de Norma Patiño, la fotógrafa e investigadora nos deja ver, en efecto, la imagen del cuerpo humano como una representación desde la tensión que rodea el semblante de la mayoría de humanistas, creadores, pensadores y otros profesionales —en su mayoría— reconocidos en el medio cultural mexicano; la representación se enfatiza al situar a los personajes en su espacio cotidiano, de trabajo o doméstico. Implícita respira una escenificación que aspira a ser medio, comunicación y fin: la unidad entre el cuerpo y el alma que todo retratista se propone. Y “el alma —señala Georg Simmel— se expresa con más claridad a través del rostro […] En el cuerpo humano, el rostro es lo que posee en mayor medida [la] unidad interna”; agrega que esa unidad tendrá sentido al contener una multiplicidad a la que se le dará coherencia”.
Seguidora de Manuel Álvarez Bravo, Kati Horna, Edward Weston, Jean Saudek, Enrique Bostelman y Graciela Iturbide, la historiadora nos entrega —a lo largo de más de un centenar de retratos— rostros que buscan la vida desde la memoria meditada ya en la solemnidad, en la aceptación del semblante con su cuerpo y su tiempo (Carmen Boullosa, Philip Bragar, Nicolás Echevarría, Eduardo Peñuela y Sergio Pitol); el optimismo ante la realidad y la lente (Emilio Carballido, Ana María Casanueva) o el reposo (Sandro Cohen, Joan Costa). Vemos cómo algunos artistas asumen la fotografía como modelos de sí mismos que representan algunos de los múltiples papeles que en su vida pública han forjado, delineado, aun, esculpido (Huberto Batis, José Luis Cuevas, Miguel Ángel Quemáin, Alberto Ruy Sánchéz, Margarita Orellana, Moisés Zabludovsky, Jorge Zárate); hay quienes con sus gestos aceptan ser estatuas vivientes atemporales (Rubem Fonseca). Encontramos retratos en que las emociones se imponen a la aspiración de modelar de algunas de las figuras fotografiadas (Ana Clavel, Carmen Gaitán, Noé Hernández); hay casos de fotografías en los que la integración entre cuerpo, semblante, alma, espacio se alcanzan —aceptando las implicaciones del oxímoron—, una asombrosa naturalidad (Gabriel García Márquez, Julieta Egurrola, Vicente Rojo, Jimena Giménez Cacho, Enrique González Rojo, Saúl Kaminer, Rosa Marthe Randall, Raúl Renán…). Y entre las más sobrias, para este redactor, están las de Mario Lavista y la de Mariana Yampolsky. Algunas imágenes, excepcionalmente, están más cerca de la portada de revista comercial que del retrato testimonial (Cielo Donis, Patricia Kelly…). Y en algunos retratos en secuencia de la misma figura, vemos parte de la multipliciad de gestos y comportamientos clarosocuros de los personajes (Humberto Musacchio y Shinzaburo Takeda, Francisco Toledo, Álvaro Uribe y, muy evidente, en Mauricio Molina ).
Es curioso cómo algunas de las fotografías más logradas en su unidad corresponden a fotógrafos como Rogelio Cuellar, Héctor García (aunque en este último, el retoque lo vuelve la estrella que nunca quiso ser). Las más intensas en el parlamento de su mirada son las de Paulina Lavista, Walter Reuter y Mariana Yampolsky.
Las fotografías de Norma Patiño contenidas en Diálogos de la mirada nos dejan ver las múltiples aspiraciones de la estudiosa y ejecutante de imágenes. Nos evidencia, como lo señaló Simmel hace más de un siglo: “El rostro se conviertió en el heredero del cuerpo, un cuerpo que también participa […] de la expresión de la individualidad”.
Diálogos de la mirada. Retratos de
Norma Patiño, México, UAM-Azcapotzalco, 2014.

