Expresión decantada y explosiva de un joven artista plástico de evocaciones diversas, la obra de Héctor Valdivia llama gratamente la atención conforme constituye un universo estético —ya congruente y definido— que suscita un cúmulo de emociones y sorprende por múltiples razones, entre otras, por su fuerza manifiesta, por su vigor poético, por su envolvente magia, por su contagioso espíritu juguetón, por su prolífica imaginación, por su inteligente sentido del humor, pero sobre todo por remitirnos a momentos virtuosos de la creación cada vez más distantes y sordos a nuevas generaciones devoradas por la tecnología y la parafernalia, por la mecánica improvisación, por un derroche sin par de cuanto pueda resultar kitsch o estar simplemente acorde “a la moda”.

De vuelta a él por esos siempre saludables y esperanzadores azares del destino, al ver nuevamente su encantadora obra (en la más profunda acepción del término, en cuanto “encantar” implica seducir, envolver), de inmediato volvieron a mí emociones muchas experimentadas en el pasado. A manera de cómo la magdalena sumergida en el té por el Proust protagonista de su autobiográfica novela-río En busca del tiempo perdido despierta en él su memoria y detona los recuerdos, gratas sensaciones ya vividas por mí en otra época revivieron en mi interior, para corroborar así que la tesis esgrimida por el filósofo francés Henri Bergson en Materia y memoria encuentra su mejor prueba de certidumbre precisamente en el más que revelador e inagotable universo de las artes. Si Proust lo hizo patente en su ejemplar novela, al igual que ese otro declarado bergsoniano que fue el poeta sin par Antonio Machado, Valdivia nos lo constata en su extraordinaria obra plástica de inminentes reminiscencias.

Entre las muchas virtudes de este estupendo artista, tan universal como mexicano, tan de evocaciones diversas como auténtico (ya se refería Pedro Salinas a la suma de encuentros que supone el curso de la historia del arte, en su maravilloso ensayo Tradición y/o originalidad, al estudiar la obra paradigmática del gran poeta castellano de transición que fue Jorge Manrique), es su rigurosa formación, su entendido manejo de diversos materiales y técnicas, su amoroso respeto por los clásicos y ese sólido edificio que es la historia del arte que otros muchos simplemente ignoran —por simple ignorancia, valgan la redundancia y la cacofonía—, su sensible apertura a otras voces y formas de expresión. En este sentido, conmueven de igual manera su sincero afecto y sus referencias en derredor de otras manifestaciones artísticas como la música o el teatro, la literatura y en particular la poesía —principio y germen de todas las artes—, y en el propio terreno de las artes plásticas o visuales, ya sea la escultura, o la ilustración, o el cine…

Un estupendo dibujante, que insistentemente reconozco como piedra angular de todo buen artista plástico, la obra multicolor y multitonal de Héctor R. Valdivia nos remite a clásicos de peso como el Bosco de nada más y nada menos “El Jardín de las delicias”, o nuestras entrañables María Izquierdo o Leonora Carrington, porque el arte es una suma de tiempos y cambios de piel, conforme el artista se busca y se encuentra. Pero más allá de estas sanas remembranzas, a manera de auténticos homenajes a colegas admirados del pasado, a grandes maestros que han revolucionado el curso del arte y lo han formado, a ya considerados clásicos que por lo mismo permanecen incólumes, estas casi variaciones (en nuestro particular contexto tenemos, por ejemplo, la magnífica serie del gran artista chihuahuense Benjamín Domínguez a partir de “El matrimonio de los Arnolfini”, del flamenco Van Eyck) nos confirman que el arte supone un diálogo abierto de maneras y tendencias que se retroalimentan y a la vez complementan.

Creador de un tan personal como elocuente confabulario, pues su amor sincero por los animales y otras formas distintas de vida igualmente nos conmueven, la obra de este poderoso joven artista mexicano posee lo que en el arte se suele llamar charme —es decir, encanto—, con una personalidad y a través de una poética ya definidas, que siempre es lo más difícil de descubrir y por lo mismo no se halla todos los días ni a la vuelta de la esquina. De su mágica y ensoñadora expresión nos quedan, para siempre, su pertinente mirada hacia el pasado y una búsqueda que emociona por su apertura sin prejuicios ni miramientos —el arte de verdad sólo así se entiende, cuando indaga sin detenerse, aunque el miedo al desfiladero esté siempre de frente— hacia el futuro, una comprensión cabal de sus talentos y posibilidades, un gozoso reconocimiento de que el arte se constata tras las hechuras de un juego muy serio que implica a la vez vocación y estudio, inteligencia y pasión, sensatez y locura, conocimiento y búsqueda.