Carlos Santibáñez Andonegui

Cuando el Semanario Marcha cumplió su sesenta aniversario en Uruguay, sacó un timbre que reproducía el lema “Toda la semana en un día”, reconociendo el esfuerzo del medio en el que colaboraron Vargas Llosa y Benedetti, y Eduardo Galeano como editor. De Las venas abiertas de América Latina deberíamos sacar un timbre que dijera: “Todo un continente en un libro”, censurado en su momento por las dictaduras de Uruguay, Argentina y Chile; de Galeano podríamos sacar un timbre que dijera: “Toda América Latina en un autor”, cuya partida el mundo lamentó en abril pasado.

Su valor civil le costó cárcel y exilio en el golpe de estado de junio de 1973 en su país. En su vida privada tuvo tres mujeres. En su vida pública probó la agonía y el éxtasis de quienes intentan casarse sólo con la verdad. Por eso a veces lo gana el humor como en lo que cree que hubiera dicho Eva de haber escrito el Génesis, o la ironía como en la Historia del Lagarto. Lo cierto es que cuando las tropas soviéticas invadieron Afganistán, él estuvo entre los miembros del Tribunal Internacional que en Estocolmo se ocupó del tema; entonces escuchó y sintió como deshonra el airado reproche de un fundamentalista islámico: “¡Los comunistas han deshonrado a nuestras hijas! ¡Les han enseñado a leer y a escribir!”.

Las mujeres que evoca Galeano saben a carne y mundo, a Rita Hayworth, la diosa por una década; a una Marilyn que con todo el ardor de diosa siguiente, de nueva Venus fabricada en Hollywood, “quisiera recordar, pero no puede, cierto momento en que simplemente quiso ser salvada de la soledad”. Esa Ada que ahora es sólo un nombre de lenguaje de programación de computadoras; aquella Venus de África del Sur que fue vendida en Londres o aquello de que en treinta países la tradición manda cortar el clítoris porque las vuelve locas o insaciables.

Pondera el valor de “Las mujeres de Plaza de mayo”, que literalmente han sido “paridas por sus hijos”, y cuenta de qué manera en 1976, en La Plata, “una mujer hincada sobre sus ruinas, busca alguna cosa que no haya sido destruida”. No falta la María con que el mundo ha lucrado. No faltan las que están en la lista de las condenadas por pensar en rojo, por vivir en rojo. Está la Frida que dio su alma al color y su vida al dolor por aquel accidente de calle: un fierro de tranvía se le clavó en el cuerpo de lado a lado, como una lanza y trituró sus huesos. Sin embargo yo no veo a mi María, la de los dos milenios, con lo algo de ella que no es engaño, sino trato de pueblos: la victimada hasta por el hijo, mujer y madre, morenita de América. El estilo de Galeano es de reconstructor de historias: la de Hildegarda (convento de Bingen) donde nos enteramos que antiguamente no podían, en la iglesia, cantar las mujeres. Se corresponde más con Vasari o Plutarco; que con la ficción a lo Marcel Schwöb o a lo Borges para no falsear el retrato, pero sí expone lo que podríamos llamar las minucias privadas de la vida pública, por ejemplo en Juana la Loca, en su querer convivir con sus hijos de quienes la alejaban las razones de Estado. Junto a ella habrá que poner el caso de Ana Fellini, que al morir, la bruja del barrio dijo que “murió porque no gritó”.

De su crónica Patas arriba (La escuela del mundo al revés) retoma el desgarrador caso de una menor que alucina en las calles de México inhalando solubles y en “Son cosas de mujeres” nos enteramos que había un manual de la Inquisición llamado El martillo de las brujas, justificando castigarlas (especie de fundamento del Tribunal de la Inquisición) y exorcizarlas. “Ocho siglos después, la Iglesia Católica les sigue negando el púlpito”. Otra reivindicación la hace respecto al Código Napoleónico, donde la esposa adúltera iba a la cárcel, en tanto el marido adúltero sólo pagaba una multa.

La visión de Galeano rescata la intuición femenina de la profecía, la de aquella Alfonsina que se pierde en el mar, la de santas guerreras como Juana de Arco, aventureras, esposas de Cristo, feministas o no, dibujadas por hombres que las desean, en tanto algunas siguen, como la solitaria de los frescos del convento de las Piedras Albas (Pedralves), en las alturas de su Barcelona, esperando a su Juan.

Se es mujer cuando se forja camino como Nellie Bly pionera del periodismo de acción; cuando se vive como Emily Dickinson de quien afirma; “En puntas de pie había vivido, y en puntas de pie escribió”. Mujeres de antes o después de temblor, como Alice la esclava que atravesó tres siglos y se llevó a la tumba la memoria de los africanos en América, como la interminable de Las Mil y Una Noches, que demuestra que “del miedo de morir nació la maestría de narrar”.

Eduardo Galeano, Mujeres. www.sigloxxieditores.com.mx.