Los presidentes también son humanos

En unos días más, la editorial Plaza & Valdés pondrá en manos del lector mi más reciente libro. Está constituido por narrativas sobre los presidentes de la actual era constitucional, iniciada en 1917. Desde Venustiano Carranza hasta Felipe Calderón. Se omite el actual mandato porque todavía está en función y será hasta que culmine cuando pueda observarse y valorarse.

Pero, además de narrativa, son reflexiones sobre los presidentes como seres humanos. Los presidentes son personas como todos los demás. Se enojan y se alegran, se entusiasman y de decepcionan, se estimulan y se deprimen, se cansan y se enferman, aciertan y yerran. Ésa es la parte medular de la temática de este libro. La Presidencia es simple y tiene reglas. Los hombres somos complejos e impredecibles. En este libro comparto mucho de esa visión, a través de pasajes que, lejos de ser mera anécdota, nos sirven de verdadera enseñanza. Menciono uno de ellos.

Una tarde o noche, Adolfo López Mateos se encontraba conversando con sus más allegados colaboradores, invitándolos a ser francos y firmes ante él, para bien de México. Les decía que los presidentes que quieren mucho a su pueblo tienen proclividad para hacerle el bien. Pero que, por amarlo tanto, también tienen facilidad para hacerle el mal. Por eso requieren que sus más cercanos los equilibren ante sentimientos encontrados y confusos.

Porque esos gobernantes, decía, algunos días son dominados por el coraje ante tanta injusticia. Otros días, son doblegados por el dolor, ante tanta miseria. Y otros más, son sometidos por la angustia, ante tanta desesperanza. Por eso hay momentos en que quieren matar a quien no deben, gastar lo que no tienen o prometer lo que no pueden.

Pero, asimismo, hay días luminosos en los que conquistan tantos logros para su pueblo que quisieran hacer, también, el trabajo de los otros poderes o servir más tiempo que el que ordena la Constitución.

Por eso les dijo, “ustedes, mis más sabios y leales, nunca me presten las llaves del armero ni del tesoro ni del promisorio ni de las urnas ni del parlamento ni del tribunal”. Se refería, claramente, a que no le permitieran matar opositores ni dilapidar recursos ni engañar en falso ni trampear elecciones ni decretar leyes ni dictar sentencias. Que tan sólo lo ayudaran a cumplir con lo suyo.

Por eso también, remató, “no permitan que nadie me quite ni que yo extravíe las llaves de la Presidencia”.

Me preocupó pensar que, en la política de hoy, tan llena de jóvenes idealistas, inteligentes, valientes, aplicados y patriotas, puedan colarse e infiltrarse otros con similar apariencia pero, en el fondo, devotos practicantes de la política de la intolerancia, de la fullería, de la inconstitucionalidad, de la violencia y hasta del homicidio.

He pensado que los gobernantes y políticos deben tener cuidado de no usar las llaves prohibidas ni permitir que se las presten. Pero, asimismo, no deben perder las que les han encomendado ni permitir que se las arrebaten.

Eso es algo de lo que nos permite ver este libro sobre El jefe de la banda.