Adriana Cortés Koloffon
Es uno de los autores más renombrados de Colombia, su país natal, donde estudió derecho y ciencias políticas. Ha obtenido numerosos reconocimientos, entre otros, el Rómulo Gallegos (2009) por La piel de la canela. Es autor de una trilogía sobre la Conquista del Amazonas en el siglo XVI integrada por: Ursúa, El país de la canela y La serpiente sin ojos, además de muchos otros libros de poesía y ensayo. En El año del verano que nunca llegó, aborda los géneros de la novela, el ensayo, la biografía, la crónica, la autobiografía y la poesía para narrar los tres días en que Mary Shelley, John Polidori, lord Byron y el poeta Shelley, permanecieron en los márgenes del lago de Ginebra, en Villa Diodati, durante el frío y tormentoso verano de 1816 a causa de la erupción del volcán Tambora en Indonesia. De ese encuentro acaso azaroso surgieron la primera novela de vampiros y Frankenstein, donde los personajes reunidos en tal ocasión proyectan sus propios monstruos y fantasmas.
—¿Por qué recreas el mito con fines narrativos? El de El Dorado en El país de la canela, el de Prometeo vinculado con la trangresión del conocimiento en El año del verano que nunca llegó.
—Más que recrear el mito me interesa interrogarlo y si es posible entenderlo. El mito no está sólo en la raíz de la literatura sino en la raíz de la historia, todo lo que vivimos, en la medida en que lo consideramos necesario y memorable, se va transformando en leyenda y puede terminar siendo la versión mítica de los hechos. Pero el mito es algo más que hechos, es una suerte de modelo, de arquetipo, atrapa tal vez el secreto profundo de la condición humana en el círculo de cada época.
—¿Cómo logras tejer los distintos géneros (crónica, ensayo, novela, etcétera) de manera tan sutil?
—Son los temas los que exigen que el tratamiento sea más o menos narrativo, más o menos reflexivo, más o menos inclinado a la introspección o a la libertad de las combinaciones verbales. No creo mucho en los que manejan todo en clave de técnicas narrativas, la literatura no se hace en un taller sino en una cueva de duendes.
—¿Qué posibilidades narrativas te ofrece la ficción para abordar los puntos oscuros de las biografías de Juan de Castellanos o las de Polidori, Byron y Clara, en El país de la canela y en El año del verano (…)?
—Marcel Schwob nos enseñó que las vidas no son imaginarias porque se aparten de la verdad histórica, sino porque llenamos las lagunas de cada historia particular con lo que sabemos del espíritu de la época. Para completar el retrato de Juan de Castellanos hay que recurrir a los otros cronistas, a los retratos del Renacimiento, a la imaginería de una edad que estaba conquistando la perspectiva, la idea del globo, y que estaba inventando la novela. También para acabar de tener una noción de Polidori o de Clara Clairmont es útil mirar los cuadros de la era romántica, ver las brumas del nacimiento de la era industrial, esos médicos de los castillos góticos, esos poetas tísicos, esas muchachas de la revolución francesa, y esas Anas y Fannys de las calles de Londres, las amantes de De Quincey o de John Keats.
—¿Encuentras vasos comunicantes entre El paraíso perdido de Milton y Drácula y Frankenstein?
—Basta leer los versos de Rubén Darío: “Y el ruido con que pasa por la bóveda del cielo/ con sus alas membranosas el murciélago Satán”. Esos ángeles bellísimos que se vuelven demonios a medida que caen, esos ángeles que se rebelan contra su creador y se vuelven monstruos, todo forma parte del mismo orden mítico y estético.
—¿La causalidad es relevante en la construcción de tus tramas?
—Toda trama es un hilo de causas y de consecuencias. Mucho más si se inspira en hechos reales, porque la fantasía puede a veces prescindir de la consecuencia, pero la realidad es rigurosa como un axioma. Para huir de los asedios de la aristócrata Caroline Lamb, Byron decide casarse con la prima de ésta, Anna Isabella Milbanke. Al mismo tiempo se enamora de su propia hermana, Augusta. Anabella lo abandona, Londres lo desprecia. Simultáneamente en los barrios de la clase media, Shelley, que frecuenta la casa de Godwin y sus hijas, se hace íntimo de Fanny Imlay y de Clara Clairmont. La tercera hermana, Mary, vuelve de Escocia y Shelley abandona a las otras hermanas para quedarse con Mary. Clara, despechada, busca alguien que reemplace a Shelley, y sólo le parece digno Lord Byron, que acaba de ser despreciado por la aristocracia y será más vulnerable que nunca a las seducciones de las chicas de otra clase social. Byron se deja seducir por Clara, pero está decidido a huir hacia Europa. Clara se las ingenia para saber que Byron se dirige a Suiza (a lo mejor ella misma se lo ha insinuado) y convence a Shelley y a Mary que viajen en la misma dirección. Byron toma en arriendo la Villa Diodati; la ceniza de un volcán viene por el cielo; el mundo se enfría; los poetas se encuentran justo cuando el mundo se apaga; ahora están atrapados en Villa Diodati: la oscuridad engendra el miedo y el miedo engendra los monstruos. Es difícil que el rigor de las causas reales resulte más novelesco.
—¿Con qué fin introduces referencias literarias en tus obras: Henry James, Coleridge, en El año del verano (…)?
—Para mí la poesía en la novela define bien un clima mental, y además los poetas se detienen en lo que nadie más sabe mirar. Cuando estoy describiendo atmósferas a menudo me llegan versos que conozco, y en el caso de El año del verano que nunca llegó, me pareció bien dejar esos versos allí: para condensar el clima mental que sugiere la escena. No lo pensé como un artificio literario sino como una necesidad personal, y finalmente preferí hacer notar al lector ese tejido de versos, ese diálogo, muy en el espíritu del romanticismo, con la poesía, e indicar su procedencia. Bueno, sobre todo en esta novela sobre poetas y literatos, sentí que la historia literaria podía formar parte de la trama.
—¿Por qué reivindicas a los personajes secundarios como Clara, Polidori o a los indios en tu trilogía?
—Yo quisiera no creer en personajes principales y secundarios. La historia es una novela donde cada ser humano es el protagonista, y la literatura a veces aspira a imitarla, pero a menudo también hay que considerar personajes a los volcanes, los ríos, las casas, los animales, los bosques, los objetos. Clara Clairmont es un personaje muy principal y Polidori también lo es. En cuanto a los indígenas de mi trilogía, son algo más que protagonistas, sostienen el misterio del relato, son la contrapartida de ese mundo de individuos de la invasión española, expresan a la naturaleza, por medio de ellos grita la tierra y se queja el viento y la niebla piensa y actúa.
—¿Qué te dejó la lectura de El Quijote?
—El Quijote es uno de esos libros que siempre nos deparará revelaciones y hallazgos, es una caja de sorpresas, una gruta mágica. La más reciente lectura me hizo pensar que su secreto, que todos deberíamos aprender, es el de alguien que un día comprende que la vida que le impusieron no es satisfactoria y decide que la vida hay que inventarla: que vivir es crear una manera de vivir, que los otros llamarán locura, pero que puede ser una alianza feliz de la nobleza con la imaginación y de la generosidad con el coraje.
—Y ¿la de Pedro Páramo?
—Es la perfecta novela que prescinde de todo lo convencional, que crea cosas con sus palabras y con sus silencios, que es un cuadro de costumbres y también un álgebra de realidades y fantasmagorías, de la historia y los mitos profundos de un pueblo: los muertos vivientes, la omnipresencia del padre, el pasado irrenunciable, la pregunta por el origen y por el pecado del origen, ese nuevo pecado original que trajo para nosotros la conquista y el mestizaje.
—Volviendo a El año del verano que nunca llegó, me parece que en tu novela se aplica la frase de Alfonso Reyes sobre Goethe que introduces en ella: “Esa combinación de conocimiento y de gracia que tiene el efecto de un licor suave”.
—Entonces gracias, y ¡salud!

