Franz Kafka y La metamorfosis
Resulta paradójico que Franz Kakfa (1883-1924), la primera de las dos “K” de Bohemia, como muy justamente lo denominó Carlos Fuentes en su hermoso prologo a La vida está en otra parte de Milan Kundera (la segunda de estas dos “K”), haya tenido que escribir en alemán. Uno de los narradores cruciales y más leídos del siglo XX, fue creador de un universo literario tan singular como irrepetible, cuya fuerza reside tanto en su condición absurda como en su potencial factibilidad, en su naturaleza que lo mismo la vincula al estadio onírico que al de la vigilia. Perteneciente a una familia judía, el ascendente autoritario de su padre condicionó su vida e incidió claramente en su obra, dentro de la cual la figura de su progenitor siempre va a aparecer como símbolo dominante. Doctorado en derecho, nunca ejerció la abogacía, y en cambio sí tuvo que ocuparse como inspector en una compañía de seguros, burocrático subempleo también determinante en la concepción de ese nebuloso y asfixiante microcosmos de ficción tan característico y que por su extendida influencia —ficción y observación entrelazadas— se ha dado en llamar precisamente kafkiano.
Más allá de la vida de Kafka, de los pocos o muchos rasgos biográficos implícitos en ella, es en la propia obra del autor de La metamorfosis (1915) donde se pueden encontrar y decodificar las coordenadas que explican y dan sentido a este inaugural universo de los absurdos, espejo bifocal de cuanto es la existencia humana y los paradójicos entreverados de las instituciones urdidas a raíz de la vida en sociedad: Homo hominis lupus. Las obras de Kafka, de oscura representación precisamente por lo que tienen de figurado —el jeroglífico de una emotividad y un pensamiento desbordados en la catarsis de la creación—, aportan un misterioso mensaje sobre el destino del hombre y sobre el absurdo de la existencia humana. Sus personajes están inmersos y se debaten en un mundo neblinoso y de extraños poderes que los conducen a la angustia, a la soledad y al desamparo, en un perturbante y continuo desarraigo que en este preciso caso encuentra sus primeras raíces en un Kakfa-hombre negado en la imagen de su propio padre. Es ya un lugar común emplear el término kafkiano para designar una realidad oscura y fantasmagórica, una especie de mundo de pesadilla que revela, ante todo, y como acontece con todo escritor de semejantes relaciones hiperrealistas, las más frenéticas y reveladoras preocupaciones internas.
Verdugo y víctima
El complejo kafkiano —convulsa fenomenología psicológica hecha obra de arte— somete la realidad, el propio sentido de ésta, a un proceso de maniática transformación. Entonces se desata, en una especie de auto-expiación ─el escritor se erige, a un mismo tiempo, en verdugo y víctima de tan doloroso acto─, el más agresivo y flagelante de los mundos oníricos, apenas cierto en su complejidad simbólica, y dentro del cual la presencia del alter ego literario cumple la doble función de implacable juez y penitente. Por la doliente e inestable naturaleza anímica de Kafka, quien tan indefenso se enseña en su diáfana Carta al padre, es difícil entrever en su obra cualquier indicio de expurgación; todo en ella resulta ser masoquista entrega, si acaso agilización de una irrefrenable autodestrucción, y en sentido estricto, como él mismo lo deja ver en su más que reveladora misiva nunca entregada a su progenitor y destinatario, texto de impostergable catarsis.
Una primeriza e ingenua lectura de La metamorfosis, texto medular de la literatura contemporánea que su autor publicó en vida (la mayor parte de su paradigmática producción literaria llegaría hasta nosotros gracias a su cercano amigo Max Brod, contraviniendo los deseos del propio Kafka: El proceso, El castillo, América, y sus no menos reveladores epistolarios con Felice Bauer y Milena Jesenská, e incluso la citada misiva jamás enviada a su padre), no deja de situarnos ante una historia fantástica más, producto ésta en todo caso de una exótica y sublime imaginación. Sin embargo, y en un acercamiento más acucioso y desconfiado, debe ser vista la mimesis de Gregorio Samsa, quien una mañana se despierta convertido en repugnante y monstruoso insecto, como la alegoría última de los perpetuos cambios a los cuales el cuerpo y el espíritu de los hombres están condenados. En este sentido, y en oposición a lo que pueda anotar cualquier timorato manual de lo fantástico, el mundo kafkiano aspira a ser real —modifica nuestro propio y habitual sentido de la realidad—, en un mundo, el suyo, que obedece totalmente a leyes ajenas, en apariencia, a nuestras personales ambiciones. Su esquema, en consecuencia, y he ahí la clave esencial de su juego alegórico, representa la fatalidad que hiere nuestro homocéntrico orgullo y nuestro deseo más íntimo de darle sentido superior a la existencia humana. ¿Cómo puede el hombre experimentar rasgos tan grotescos y tan innobles?
Mundo absurdo y enloquecido
Sorprendido de cuanto vio y vivió André Breton en su visita a México, muy citada es aquella expresión del padre del surrealismo: “Si Kafka hubiera nacido en México, no habría sido un escritor surrealista sino costumbrista”. Y claro que esta absurda realidad, que toca e identifica sobre todo a nuestras instituciones burocráticas, al margen de filiación o signo partidista, e incluso de personas, y que por desgracia está en la médula de la identidad de toda América Latina, coincide con ese enloquecido mundo kafkiano donde los procedimientos se terminan siempre por imponer a los seres humanos. Monstruo de mil cabezas, ese inadmisible pero real mundo burocrático kafkiano pareciera que le fue inspirado a su autor de este lado del mundo, a manera de visionaria pesadilla cuya fuerza estriba precisamente en hacernos patente una vez más que “la realidad suele superar a la ficción”. Lo terrible de ese pronóstico kafkiano, como escribió Kundera, es que siempre se sitúa en el espacio de lo absurdo pero factible, de lo intolerable pero probable, y la escasa o nula sorpresa del personaje yo/víctima estriba en haberse acostumbrado, quién sabe desde cuándo —quizá desde antes de haber nacido—, a esa suma de absurdos que hacen el absurdo de su vida, siempre en silencio, acometiendo los designios de una autoridad igualmente impersonal e incorpórea, signada por la corrupción, por la inoperancia, por la soberbia, por la insensibilidad, por la falta de sentido común —paradójicamente, también, el menos común de todos los sentidos—, por la prepotencia.
A cien años de la aparición de La metamorfosis, tanto su autor como ese pequeño pero medular texto siguen más que vigentes, entre otras razones porque ese mundo absurdo y enloquecido, descrito por un narrador elocuente y visionario, no sólo se ha hecho realidad sino que ha recrudecido sus fauces de bestia dantesca que se devora a sí misma, a imagen y semejanza de una condición humana signada por su naturaleza depredadora.
