Retrato Hablado
‘
Salvador Elizondo (1932-2006)
Roberto García Bonilla
Se habla con reiteración de la presencia de la autobiografía en todo texto de ficción, aunque paradójicamente, atisbar en la vida de un escritor y reunir elementos, aunque sean tangenciales, para dar cuenta de su obra, en una práctica apreciada por los investigadores, se le considera elemental y impresionista, ilegítimo y falso elemento argumentativo para el análisis literario.
Ahora el diario, perteneciente a las literaturas del yo, está en auge; la estructura de las redes sociales ha estimulado el despliegue del yo a territorios impensables hace medio siglo. La afirmación de la identidad parece configurarse en el retrato, desde la fotografía o desde la escritura. La intimidad ha sido expropiada, por el deseo, las fantasías, las ambiciones, el automaquillaje para la imagen pública; lo simbólico —y sobre todo—, lo real y lo imaginario se han vuelto una trufa con la primera persona autoesculpe un rostro y un talante que destaca, ya no por lo que niega sino por cuánto deja ver, aunque es cierto, se evidencia postizo, informe, volátil.
Muchos de los textos autobiográficos que inundan las redes sociales, sin embargo, carecen de un elemento fundamental: el oficio de escritor. El ejercicio de la escritura, aun, el crecimiento del gremio de los escritores es impensable. Lo cual puede ser tan estimulante como deplorable. Los modelos convencionales, en apariencia, han sido arrasados.
Habría que recuperar la frase de un periodista que se repetía en los años ochenta y principios de lo noventa enigmática, sociológica e inefable: “todo es cultura”; parafraseándola se diría: “todo es literatura”.
Debemos a los vertiginosos cambios tecnológicos la democratización de la escritura (habrá que preguntarse de paso, si está democratización ha incrementado la frecuentación de la lectura de la gran literatura. La adjetivación “gran”, con todo puede tildarse de sectaria o elitista).
Una de las publicaciones más notables para las literaturas del yo, la documentación para nuestra historia cultural y, en particular, la República de las letras, es la reciente aparición de Diarios. 1945-1985 de Salvador Elizondo (1932-2006), uno de los escritores más deslumbrantes de nuestra literatura por su erudición, experimentación vanguardista que alcanzó, también, un estilo refinado en obras como Narda o el verano (1964), El hipogeo secreto (1968) Elsinore (1988), El retrato de Zoe (1969), Farabeuf o la crónica del instante (1965) o su autobiografía (1966), entre una veintena de títulos que abarca su obra, además de su obra ensayística y su trabajo como traductor.
El Elizondo cosmopolita
Elizondo pertenece a una generación, la última en rigor, cosmopolita; que entre finales de los años cincuenta transformaron, en definitiva, nuestra literatura, diversificando sus vertientes.
Elizondo fue un escritor cosmopolita, no sólo por sus lecturas —entre ellas su devoción por James Joyce y Ezra Pound—, desde pequeño, luego de sus primeros intentos por ser torero, a mediados de los años cuarenta es enviado a estudiar a un internado a Los Ángeles; poco después viaja a Ottawa donde cursa la preparatoria. Luego estuvo en Cambridge, La Sorbona y Peruggia. Su madre, Josefina Alcalde, laboraba en el servicio exterior. Fue asimismo profesor en la UNAM y asesor-lector en el Centro Mexicano de Escritores.
Libro-objeto
Estos Diarios se asientan en un libro-objeto, rico en testimonios fotográficos; la curaduría editorial y edición fueron realizadas por Gerardo Villadelángel Flores; el diseño correspondió a León Muñoz y Andrea García Flores. Y de la viuda del escritor, Paulina Lavista (1942), la selección y notas, además del prólogo, que es una pequeña joya autobiográfica que traza con elegancia sintética sus vida con el escritor, a quien conoció cuando ella tenía doce años y el veinticinco; se casarón cuando ella tenía 23 años; él, 36 (1968).
Los Diarios de Elizondo deben considerarse parte de su obra: por el oficio y artesanado escritural; por la constancia que mantiene la escritura que se despliega en su interior por diversos géneros, además de la autobiografía fragmentaria, la crónica: la historia cultural de una época vista y retenida en la vívida narración de más de cien cuadernos de diarios, cuyas últimas anotaciones están fechadas, tres días antes de su muerte; en suma, abarcan 30 mil cuartillas.
Los Diarios en Elizondo es un inagotable ejercicio de la memoria, lo que significa también su reconstrucción; un sostenido autoexamen de autoconsciencia de un creador que desde sus primeros fragmentos, cuando tenía 13 de edad, medita con gravedad amainada por aspiraciones idílicas, joviales y románticas.
A pesar de la imagen de indómito intelectual, Elizondo mantuvo un enorme arraigo a la familia. Su madre fue una figura central, aunque su comunicación no siempre fue plena.
La escritura en primera persona refleja, proyecta de manera sesgada o explícita el carácter del escribiente. Elizondo desde joven posee un ánimo torrencial que gira entre la lucidez, el discernimiento obsesivo y la puerilidad del feligrés sin capilla que busca el bien espiritual en medio de la desbordada existencia mundana que convivió con la exquisitez de los sentidos preceptúales que se han cultivado día a día, casi con obsesión, entre subversión y la rectitud emotivas.
La pasión y el deseo signan al joven que hacia los 20 años es un enamoradizo inveterado; entonces define su vocación como escritor, luego de haber estudiado pintura y mantener interés en el cine, influenciado por su padre, Salvador Elizondo Pani (1903-1976), productor de cine y guionista, a su vez, sobrino de Alberto J. Pani (1878-1955) que fuera secretario de Hacienda de Alvaro Obregón y Plutarco Elías Calles.
Crítica sin concesiones
La devoción de Elizondo por James Joyce es fundamental para que definiera su vocación literaria; su apasionada lectura de Ulises lo manifiesta.
Los Diarios de Elizondo reflejan una inteligencia preclara, excepcional capacidad para sintetizar, asimilar, debatir y escribir sobre los temas más disímbolos y por completo actualizadas. Hay líneas sentenciosas como cuando escribe el 13 de junio de 1955: “Estoy leyendo Pedro Páramo de Juan Rulfo, me parece un récit estupendo. Desde luego creo que Rulfo y Paz son los únicos que valen en la literatura mexicana”.
La vida doméstica, las artes, las humanidades, la vida pública; la severa autocritica y una visión realista del mundo que le rodea equilibran estos fascinantes Diarios, con ácido sentido del humor: crítica sin concesiones.
A pesar de la oscura realidad de México en 1985, escribió el 16 de mayo: “Comparativa o relativamente soy muy feliz en la realidad. La felicidad es una mezcla bien proporcionada de todas las sensaciones y todos los sentimientos”.
Salvador Elizondo, Diarios. 1945-1985,
FCE, México, 2015. Prólogo,
selección y notas de Paulina Lavista.