Caldera en ebullición
Los movimientos sociales crecen, las protestas se expresan por diferentes caminos, sube el termómetro social y la única respuesta oficial es el empleo de la fuerza. Las autoridades de todo nivel y filiación política parecen incapaces de afrontar los conflictos con las armas de la política y se limitan a desplegar la política de las armas, con todos los riesgos que esa actitud conlleva para la estabilidad del país.
Gobernar, decían los viejos maestros, es poner en práctica los muchos, variados y sutiles mecanismos de la política, las artes del entendimiento que no descartan el uso de la fuerza, que a fin de cuentas es monopolio del Estado, pero que ha de emplearse con sabiduría, en forma dosificada y sin cerrar las vías para el entendimiento.
Lamentablemente se recurre a los toletes sin medir las consecuencias. El país es una caldera en ebullición y cada acto represivo nos pone a todos los mexicanos ante el riesgo de sumirnos en una violencia generalizada. No faltan voces que ven en los hechos de hoy una repetición del 68 y de otros momentos en que la fuerza del Estado reprimió la inconformidad y salió avante, así fuera a un alto costo.
Hoy es otra la situación. Las instituciones están agotadas y no tienen capacidad para responder a las demandas sociales. Todo está en crisis y la medicina agrava la enfermedad. La economía, el campo, la salud, la educación, en fin, todo se halla en una crisis profunda. La seguridad no escapa a esta característica, pues ahí donde están las corporaciones policiacas, el ejército o la armada se impone el orden, pero al día siguiente de que la fuerza pública abandona un lugar, otra vez los poderes fácticos se enseñorean.
Hace falta el empleo generalizado y a fondo de la política para hacerle frente a la inconformidad y la protesta. Lamentablemente se opta por lo contrario, por el empleo de la violencia sin apelación, con la agravante de que la policía considera que al uso de la fuerza ha de seguir la humillación y la tortura, como sucedió con los 52 normalistas de Michoacán —entre ellos veinte muchachas—, a quienes jueces de consigna mandaron a cárceles de alta seguridad, como si se tratara de peligrosos delincuentes y no de estudiantes que, como corresponde a su juventud y a su patriotismo, se rebelan contra la injusticia y el abuso.
Quienes quieren acabar de esta manera con la inquietud que recorre el país pueden irse despidiendo de sus pretensiones y hasta de sus cargos. Vale más trabajar por la concordia. Las autoridades que han preferido seguir el camino de la violencia indiscriminada contribuyen como nadie a impulsar un estallido que a nadie conviene, y a ellos menos que a nadie. Pero, ¿lo sabrán?


