A doscientos años de su fusilamiento
...ni quería admitir el tratamiento
de Alteza Serenísima, que le daban…
Capítulo 24 de la causa contra Morelos
José Alfonso Suárez del Real y Aguilera
En el fusilamiento de don José María Morelos y Pavón, ejecutado una mañana del 22 de diciembre de 1815 en la lejana villa de San Cristóbal Ecatepec, el gobierno colonial ejerció un acto contrario a las más elementales reglas del derecho de gentes aplicable a cualquier enemigo militar, pues él, a pesar de su proverbial humildad, ocupaba un alto rango dentro del Ejército Insurgente y fue infructuosa la solicitud de indulto pedida para él por sus correligionarios.
El 5 de noviembre de 1815, en un acto de extrema generosidad y gallardía, Morelos se dejó aprehender en Temalaca, Veracruz, como parte de una estrategia distractora que facilitara poner a salvo a los integrantes de la Suprema Junta de Gobierno.
La detención del imbatible defensor de Cuautla y del temible “Rayo del Sur” que derrotó a los realistas en ese vasto territorio de la Nueva España provocó escarnio y humillaciones de sus más virulentos enemigos hacia el héroe insurgente.
Cargado de cadenas, llegó a la fortaleza militar de la Ciudadela de la capital novohispana; y así fue conducido al calabozo número 1 del Santo Oficio de la Plaza de Santo Domingo, lugar en donde debió enfrentar uno de las más abyectas y tortuosas causas instruidas por ese tribunal en contra de un hombre de fe profunda, al que sus detractores acusaron de “hereje formal, fautor de herejías, perseguidor y perturbador de la jerarquía eclesiástica, profanador de los santos sacramentos, cismático, lascivo, hipócrita, enemigo irreconciliable del cristianismo, traidor a Dios, al rey y al Papa”, cargos por los que lo condenaron a un auto público de fe en donde se efectuó su degradación sacerdotal, obligándole a vestir de “sotana corta, sin cuello ni ceñidor y con vela verde en mano”.
Muy difícil debió haber sido para quien proclamó en su ideario y en la Constitución su fe en la religión católica, aceptar el trato ejercido por un acomodaticio poder clerical que prefirió excomulgar a quienes iniciaron una lucha por defender las posesiones españolas de la invasión napoleónica, cuyo caudillo obligó a Pío VII a presidir su auto-coronación en Notre Dame, el 2 de diciembre de 1804, mancillando con ello la dignidad del Vicario de Cristo.
Ese mismo poder clerical sentenció al cura de Necupétaro a “reclusión perpetua en uno de los presidios de África”, castigo que pareció magnánimo al gobierno civil de Calleja, quien ordenó su ejecución sumaria como “traidor de lesa majestad” e instruyó que el reo fuese fusilado por la espalda, de rodillas y con los ojos vendados, sentencia que se cumplió al pie de la letra a las tres de la tarde de un frío 22 de diciembre de 1815, fecha en la que el líder independentista que se negó a recibir el tratamiento de Alteza Serenísima que le concedió el Congreso de Anáhuac en septiembre de 1814, falleció en paz consigo mismo y con sus enemigos.

