Ettore Scola (1931-2016)

Inicialmente periodista y humorista destacado, el notable realizador italiano Ettore Scola (Trevico, 1931-Roma, 2016) trabajó primero como redactor en la mítica revista Mar’Aurelio, antes de reconocer que su verdadera vocación era el cine y empezar a forjarse un prestigio como reputado guionista. Durante la década de los cincuenta y la primera mitad de los sesenta colaboró en múltiples proyectos de libros cinematográficos donde sus habilidades literarias se hacen notar, acentuándose el talento de un joven escritor cuyos recursos lo vinculaban a una fuerte tradición donde la ironía y el sarcasmo finos mantenían una sólida escuela; así empezaría a afinar el ojo con cineastas como Domenico Paulella, Mario Mattoli, Giorgio Bianchi, Antonio Pietrangeli, Dino Rosi y Luigi Zampa.

En la segunda mitad de la década de los sesenta debutó como un director todavía inexperto, en comedias de medio pelo como Se permite hablar de mujeres, Un millón de dólares, El diablo enamorado, ¿Podrán nuestros héroes encontrar a su amigo misteriosamente desaparecido en África? y El comisario y la proxeneta, si acaso salpicadas éstas por la sensibilidad de quien en la construcción de discursos visuales novedosos iba a forjar buena parte de su ulterior y más sobresaliente filmografía. Un notable salto hacia adelante representaron en cambio sus posteriores títulos, ya de la década de los setenta, El demonio de los celos, Un italiano en Chicago, La más bella noche de mi vida, Una mujer y tres hombres y por supuesto su gran mural social (al penetrar en los cinturones de miseria romanos, al desnudo y sin eufemismos, otra cara de la histórica y señorial capital italiana) Brutos, malos y feos, de 1976, que lo descubrió ya como el gran cineasta que estaba llamado a ser, con una personalidad propia y siempre atrevido, iconoclasta e innovador, obsesivo y penetrante.

 

Loren y Mastroianni

Consciente entonces de su talento y de su capacidad, haría después su no menos detonante Una jornada particular, de 1977, con el aquí dueto insuperable de Sophia Loren y Marcello Mastroianni en plenitud, como dos grandes actores y estrellas con personalidades inconfundibles, claro, de la mano de un gran realizador que con esta cinta consigue una de sus mayores cotas de creatividad. Vendrían después la no menos bien lograda La terraza, de 1979, y por supuesto su inmejorable La noche de Varennes, de 1982, con un súper reparto internacional que encabezan Jean-Louis Barrault, Hanna Schygulla, Harvey Keitel, Jean-Claude Brialy, Andréa Ferréol, Laura Betti, Pierre Malet y el propio Mastroianni como un maravilloso Casanova ya decrépito, coincidente en la última ruta que acompaña a Luis XVI y María Antonieta en su huida para escapar de la guillotina que inexorablemente terminaría cayendo sobre sus cabezas. Para mí su gran obra maestra, con esta estupenda cinta de viaje, que con enorme sentido artístico y humor reproduce una de los momentos más críticos de la historia de Francia, un aciago y a la vez prometedor 1791, Ettore Scola reafirmó su impronta de gran realizador.

Para entonces ya una joven leyenda viviente de la cinematografía italiana y mundial, Scola rodó dos años después su no menos ácida y encantadora comedia Maccheroni, donde el citado Marcello Mastroianni y Jack Lemmon protagonizan un mano a mano a la altura de sus credenciales, y dos años más tarde, la nostálgica y de igual modo muy premiada La familia, otra vez con su en otro tiempo actor de cabecera y entonces otoñal Vittorio Gassman, en un interesante casting donde lo acompañan Stefania Sandrelli, Ottavia Piccolo, Fanny Ardant y Philippe Noiret. En una época en la que el guionista volvió a colocarse por encima del realizador, a partir de ideas propias, y donde la comedia deja paso con facilidad a la tragedia, o al menos al melodrama, de ese mismo tiempo es la mucho menos lograda Entre el amor y la muerte, porque la alegoría termina por comerse la acción, y su otra obra maestra El baile, de 1983, que planteó todo un reto de narración visual, casi muda, siendo aquí la música no sólo hilo conductor sino también personaje central a través del cual se narra la historia musical de Francia.

 

Homenaje al cine

En plenitud de facultades, de 1988 es su personal homenaje al séptimo arte, Splendor, con su otro actor fetiche Marcello Mastroianni en una de sus épocas de mayor actividad, pero que por su temática y su tratamiento tuvo que competir, a los ojos de la crítica y del propio público espectador, con esa joya de joyas que es Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore, del mismo año, con un soundtrack también ya clásico del inolvidable Ennio Morricone. Pero el maestro también se dio aquí el gusto de hacer su propio tributo al séptimo arte, que tanto le había dado y al que dedicó buena parte de su vida, y lo cierto es que su versión se deja ver con gusto, entre otras cosas porque Massimo Troisi (sí, el mismo de El cartero, el proyecto personal de su vida, y quien desgraciadamente murió muy joven), y Marina Vlady, de igual modo están a la altura de las circunstancias y para nada desmerecen al lado de un monstruo como Mastroianni. Esa tan prolífica década de los ochenta para Scola cerraría con ¿Qué hora es?, que pasó más bien sin pena ni gloria.

Creador también de El viaje del capitán Fracassa, filme con el que intentó volver por sus fueros, en este particular caso a partir de una adaptación muy suya de la novela homónima del escritor decimonónico francés Théophile Gautier, y de otros ulteriores títulos como Novela de un pobre joven (con el arquetípico director y actor italiano Alberto Sordi), La cena (otra vez con Gassman y Ardant), Otro mundo posible, su interesante documental Cartas desde Palestina y el homenaje a su amada ciudad Gente de Roma (dedicada a su admirado amigo Alberto Sordi) de 2003, quizá su testamento. Lo cierto es que su adiós definitivo se dio hasta diez años después con ¡Qué extraño llamarse Federico!, un más que conmovedor y personal homenaje a su cercano maestro y amigo Federico Fellini, uno de quienes lo motivaron, en palabras suyas, a ensanchar con su talento y su creatividad los horizontes de un arte que lejos está de ser, como algunos dicen, “el gran embeleco del siglo XX”. ¡Descanse en paz!