Idea añeja

José Elías Romero Apis

El empresario Donald Trump ha ofrecido construir un muro divisorio de 2 mil kilómetros entre México y Estados Unidos. A mayor estulticia ha propuesto que se le llamara “muralla Trump”. La idea no es novedosa sino muy añeja. Tenemos varias décadas escuchándola y parece que levanta algunos aplausos entre ciertos sectores de la nación vecina, aunque no generalizados.

He comentado, en este mismo espacio, que hace varios años me reuní con James Sensenbrenner, el principal impulsor de la antimigración y del muro. En aquel entonces éramos homólogos al presidir las comisiones congresionales de justicia de nuestros respectivos países. Hizo el viaje y comimos en San Lázaro. Como anfitrión dispuse que tuviéramos una comida-junta, no una junta y una comida. Presentía que mi visitante no debería perder su tiempo y el de Estados Unidos ni yo desperdiciar el mío y el de los mexicanos.

No nos conocíamos más que de referencia. Me transmitió la imagen de un político muy inteligente, muy serio y muy comprometido con las causas de su nación.

Al concertar nuestra cita no preestablecimos agenda. Ambos llevábamos muchos años en nuestros temas. Los conocíamos con suficiencia y los manejábamos con seguridad. También estábamos al tanto de nuestras respectivas posiciones temáticas y políticas. Los dos sabíamos de su conservadurismo y de mi liberalismo. Subrayo que los dos amamos entrañablemente a nuestras naciones y a nuestros pueblos. Eso nos llevaría a asociarnos en todo lo que beneficiara a ambos pero a oponernos en todo en lo que alguno se perjudicara. También por eso creo que adivinábamos los magros resultados de nuestro encuentro.

De toda la agenda de justicia sólo se toco un tema. Nada se habló de narcotráfico, ni de piratería, ni de colaboración jurídica, ni de extradición, ni de derechos humanos. Sólo estuvo presente el tema migratorio. Me preguntó si endureceríamos nuestras leyes en contra de los indocumentados. Le dije que no, porque pretendemos tratar a los inmigrantes como deseamos que traten a los nuestros. Me preguntó que hacia dónde moveríamos la ley. Le dije y le sugerí que hacia el castigo sobre los traficantes de personas. Que esa actividad es peor que el tráfico de drogas. Que esta práctica es la versión moderna del comercio internacional de esclavos.

De alguna manera poco elegante me dijo que México tendría que hacer algo para contener la emigración. Le expliqué que no era un asunto político porque en México no había represión. Que no era un asunto social porque en México no había persecución. Que no era un asunto de discriminación porque en México no había odios raciales. Que lo que había era pobreza y desesperanza. Y que México, como cualquier país civilizado, no podría prohibir que nuestra gente aspirara y que emigrara. Que no podríamos amurallar el país para hacer de él una prisión nacional como las de las dictaduras. Nunca estaré seguro de si con esas palabras le di la idea o ya la traía incubada o madurada.

De lo que sí me ha convencido la realidad es que hay políticos vecinos que no necesitan que nosotros les demos ideas, por sarcásticas que éstas sean. La frontera no es un río ni una alambrada ni, mucho menos, una muralla. La verdadera frontera somos nosotros mismos. La frontera sirve para que nuestros vecinos se protejan pero, también, para que nosotros nos defendamos. Si nosotros nos derrumbamos, la nación quedará indefensa.

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