Umberto Eco (1932-2016)

 

Apenas cumplidos los ochenta y cuatro años de edad, el deceso del notable pensador y polígrafo italiano Umberto Eco (Alessandria, 1932-Milán, 2016) deja un vacío insustituible en los diferentes espacios de la investigación y la creación donde este pensador brillante y escritor talentoso se creó un prestigio internacional manifiesto. Indispensable en terrenos tan disímiles pero en él complementarios como la semiótica y la literatura, varias generaciones crecimos y nos formamos bajo el cobijo de la obra fulgurante y visionaria de este también destacado filósofo y hombre de letras, autor de un acervo bibliográfico tan variado como prolífico, crítico y analista singular del llamado mundo de la posmodernidad que bajo su agudo escalpelo fue descrito y desnudado con pasión y sin eufemismos.

Alumno acusado en un segundo periodo de posguerra donde la educación salesiana se destacó por revalorar la formación clásica, Umberto Eco se doctoró en filosofía y letras por la Universidad de Turín en 1954, con un sesudo trabajo que publicó dos años más tarde con el título El problema estético en Santo Tomás de Aquino que bien descubre su pensamiento sagaz e intuitivo. Primero profesor en las universidades de Turín y de Florencia, antes de llegar a Milán donde se convirtió en uno de los catedráticos más seguidos e inspiradores, regresaría a Florencia con un diplomado de comunicación visual que fue parteaguas en el terreno de la semiótica, en su propia visión del individuo frente al mundo contemporáneo y como germen de algunos de sus textos más visionarios en la materia. De esos años es precisamente su manifiesto esencial Obra abierta, donde plantea que una obra de creación no tiene más compuertas que las que su propio autor y un receptor prejuicioso le imponga, y su sucesora La estructura ausente, que insiste en ese sesgo ecléctico de la propia creación artística.

 

Humanista de otro tiempo

Siempre a medio caballo entre la academia y la investigación creativa, fue cofundador en 1969 de la Asociación Internacional de Semiótica, y desde 1971 ocupó la cátedra de esa especialidad en la Universidad de Bolonia, que desde ese mismo momento se convirtió en algo así como una catedral abierta al encuentro y el reencuentro de sistemas y entelequias simbólicas. Ligado a este auténtico santuario de la contemplación semiótica a lo largo de buena parte de su vida, tres décadas después creó allí mismo, siendo él ya la mayor autoridad viva en la materia, la Escuela Superior de Estudios Humanísticos, iniciativa académica sólo para especialistas de alto nivel destinada a difundir la cultura universal. Él mismo un humanista de otro tiempo, su obra es el germen de un personaje conectado con otras épocas y múltiples saberes, en su caso entendido el conocimiento no como una herramienta de poder, sino con la única llave que nos introduce a una vida plena y en libertad.

Reconocido también como comunicólogo y crítico literario, lo cierto es que sus obras de creación literaria son producto ya de su edad madura, si bien él siempre confesó su pasión por la ficción y su condición de lector voraz. Ya siendo una personalidad en el mundo de la semiótica y de la comunicación, con otros ya clásicos como Apocalípticos e integrados y su no menos imprescindible Tratado de semiótica general, a inicios de los ochenta se consagró como narrador con El nombre de la rosa, sui generis novela “abierta” a múltiples lecturas e interpretaciones, a la vez histórica y detectivesca, filosófica, y tratándose de una obra suya, cargada de símbolos y significados diversos. Extraordinaria novela ambientada en un monasterio benedictino del siglo XIV, tuvo una muy buena acogida por parte de la crítica y se convirtió en un auténtico best seller; traducida a muchas lenguas, fue además llevada al cine, en una impecable versión, por el formidable realizador francés Jean-Jacques Annaud, con Sean Connery en uno de los mejores papeles (el fraile franciscano Guillermo de Barkerville) de su carrera.

 

Notable fabulador

Autor de otras novelas con mucha menos fortuna, como la más esotérica e inasible El péndulo de Foucault, o la parábola kafkiana La isla del día de antes, o la casi picaresca Baudolino, o La misteriosa llama de la Reina Loana, y la más reciente El cementerio de Praga, Umberto Eco nos ha legado una obra narrativa sólida e inteligente, producto de un no menos talentoso fabulador, que por otra parte está muy bien conectada, dentro de un microcosmos perfectamente construido, con otros textos mucho más teóricos pero no menos imaginativos como La estructura ausente, o La forma y el contenido, o El signo, o Desde la periferia al imperio, o Semiótica y filosofía del lenguaje, o Los límites de la interpretación, o Seis paseos por los bosques narrativos, o La búsqueda de la lengua perfecta, o Kant y el ornitorrinco, o Cinco escritos morales. Otros dos casi totales y a la vez complementarios grandes estudios suyos son La historia de la belleza y La historia de la fealdad, auténticos tratados de estética a los que hay que volver continuamente por el arriesgado valor del valioso ensayista que aquí nos descubre novedosos planteamientos y su sorprendente grado de erudición.

Miembro del Foro de Sabios de la Mesa del Consejo Ejecutivo de la Unesco y Doctor Honoris Causa por más de una treintena de importantes universidades de todo el mundo, Umberto Eco tuvo en vida los reconocimientos que merecieron su talento y su inteligencia, su capacidad creativa y su agudo juicio, entre otros, el premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades, el de Caballero de la Legión de Honor francesa, el de Caballero Gran Cruz de la Orden del Mérito de la República Italiana, el de Comendador del Orden de las Artes y las Letras en Francia, el Premio Médicis, el Premio del Estado Austriaco para la Literatura Europea, y si le hubieran concedido el Nobel de Literatura, para el cual muchas veces fue propuesto, seguramente lo hubiera merecido mucho más que otros que lo han recibido por cuestiones políticas y no por méritos reales. ¡Descanse en paz!