Prisionero de su investidura

 

El mundo occidental ha avanzado de manera importante para organizar su convivencia política alrededor de la democracia. No obstante, en pleno siglo XXI subsisten usos y costumbres de marcado corte medieval.

En el caso de la democracia, al menos en el ámbito doctrinario, el poder está sujeto a un sistema de equilibrios que busca limitar excesos de los gobernantes y hacer de la ley un espejo de la justicia a la que aspira la comunidad. En cuanto a expresiones del medioevo, el poder es ejercido por un autócrata que se precia de infalible y cuyas acciones están regidas por el derecho divino. Como es evidente, en el primer caso hablamos del Estado moderno y en el segundo de la Iglesia católica.

El modus vivendi que permite la existencia simultánea de ambos regímenes de gobierno se sustenta en el reconocimiento y respeto a dos realidades y vocaciones diferentes. En lo que hace a la democracia, se trata de un sistema de valores políticos que tiene como eje rector el anhelo de la sociedad de separar con claridad los reinos de Dios y de los hombres, de tal suerte que las confesiones dogmáticas no inhiban la horizontalidad social, la tolerancia, el desarrollo de instituciones seculares y la libre expresión de las ideas. En el caso de las tradiciones medievales supervivientes en la Iglesia católica se trata de lo contrario, es decir, de un proyecto donde lo dogmático y religioso se entreveran en beneficio de un ejercicio vertical del liderazgo y la autoridad.

Paradójicamente, ambos sistemas de gobierno sustentan su legitimidad con el mismo argumento, es decir, que sus acciones buscan beneficiar al pueblo. Sin embargo, habrá quien diga con razón que la presunción de que el Estado y la Iglesia persiguen los mismos objetivos es poco precisa, ya que el primero lo hace en el marco de la sociedad política y la segunda, aunque invoca que su reino no es de este mundo y se acota estrictamente al ámbito de lo espiritual, también hace política y tiene intereses concretos que se expresan en el mundo de los hombres de carne y hueso.

La reflexión viene a colación justo ahora que los mexicanos nos preparamos para recibir en febrero al papa Francisco, un evento que ha levantado enormes expectativas y cuyos preparativos son sintomáticos de la importancia y respeto que la gente confiere al obispo de Roma.

En un país como el nuestro, que realiza importantes esfuerzos para consolidar su democracia, como acaba de suceder con la creación de la Ciudad de México como entidad soberana, y trabaja para hacer de la transparencia una realidad, llama la atención que la mayoría de la gente, los creyentes, no cuestionen las credenciales que legitiman el papado y su forma de ejercer autoridad.

Quizá por obvia, la explicación es clara: cuando se trata del gobierno de los hombres, todos asumimos que somos iguales en derechos y por ende expresamos nuestras opiniones sin reserva y no ponemos en tela de juicio la razón que nos asiste para ello. En el gobierno de los hombres todos somos vociferantes y exigentes.

Otra cosa es, y por cierto muy distinta, la actitud que adopta la gente frente a la Iglesia, donde, como ha sucedido por siglos, se mantienen distancias y silencios profundos, habida cuenta de que la autoridad papal afirma que emana de una voluntad divina e inasible, de la idea de que un ser supremo conduce los destinos de la humanidad a través de personas que han sido seleccionadas de manera misteriosa y sabia.

En el mundo occidental nos hemos acostumbrado a vivir bajo el manto de esta doble realidad, de un paraguas utilitario y de doble fondo que nos cobija de lo terreno a través de elecciones periódicas y de sistemas parlamentarios; de una sombrilla que también aspira a protegernos mediante el desarrollo de la espiritualidad y que, en el ámbito del día a día, demanda de los gobiernos justicia social y compromiso efectivo con los menos favorecidos.

En el origen de esta dicotomía está, muy probablemente, la desaparición del mundo romano cristiano antiguo y del Sacro Imperio que aspiró a emularlo en el siglo XVI en la persona de Carlos V de Alemania y I de España, justo cuando los Estados comenzaron a caminar por sí solos, abrazaron las tesis del humanismo de Erasmo y, sin darse cuenta, acabaron con una idea imperial articulada alrededor de los valores de la cristiandad y legitimada en la presunción de la voluntad divina.

En esa remota coyuntura, cuando el emperador viajaba por sus reinos con el fin de llevar el “buen gobierno” a sus súbditos, se fueron creando burocracias locales encargadas de administrar justicia durante las cada vez más largas ausencias del soberano, lo que generó espacios territoriales esencialmente autónomos que, con el paso del tiempo hicieron inviable la idea de que el autócrata pudiera, por sí solo, encargarse de los cada vez más complejos asuntos imperiales.

Dicho de forma muy simplista, la inescapable delegación de poder por parte del emperador acabó con el Sacro Imperio Romano Germánico y derivó en el nacimiento del Estado moderno en Europa.

Hoy, casi cinco siglos después de que la Casa de Austria condujera los destinos del viejo continente, la historia no ha dejado de repetirse a través de la institución papal. Bien saben en Roma que la delegación de poder por parte del titular del trono de San Pedro en terceras personas pondría en riesgo la Iglesia, ya que generaría burocracias alejadas del Vaticano y, por lo mismo, espacios territoriales que aspirarían a gobernarse sin la tutela del Sumo Pontífice.

La reforma profunda del gobierno de la Iglesia se antoja por ello imposible. Francisco, el papa aperturista y que quiere una Iglesia pobre y para los pobres, una Iglesia nueva y quizá más democrática, viene a México como prisionero de su investidura y cargando el fardo de la enorme responsabilidad que conlleva ser el líder espiritual de millones de personas en todos los confines de la esfera. Ésa es su realidad.

 

Internacionalista.