Antonio Ortuño

 

Antonio Ortuño (Zapopan, Jalisco, 1976) es uno de los escritores mexicanos más sobresalientes de la literatura actual; hijo de un anarquista español, se autodefine como “escritor opositor de casi todas las causas; alumno destacado, desertor escolar, obrero en una empresa de efectos especiales y profesor particular. Lector inconfeso de Homero, Arquíloco, Jenofonte, Safo, Marcial, Catulo, Tácito y Suetonio […] Soy hijo de inmigrantes y siempre me sentí fiera de lugar”, y se identifica con Louis-Ferdinand Céline y Evelyn Waugh.

La familia del autor de los libros de cuentos La señora Rojo y El jardín japonés se asentó en Guadalajara, pero siempre mantuvo el arraigo a sus orígenes. Su novela Fila india (2013), recibida con grandes elogios por la crítica, forma parte de la suerte de género conformado sobre tema del narcotráfico.

Uno de los rasgo de la literatura de Ortuño es que en su ficción siempre hay una denuncia no como arenga o discurso política; sino con un feroz sarcasmo que marcha entre la parodia y lo grotesco, llegando a lo esperpéntico. El autor trasmite la incertidumbre que rodea la violencia incontenible en nuestro país con cientos de miles de desaparecidos desenfocados de los medios y de las consignas de rechazo a la impunidad imperante (Faltan 43).

Su sola residencia en su Jalisco no fue suficiente para adherir su afinidad a escritores como Juan José Arreola o Juan Rulfo, porque ellos no formaron parte de sus lecturas juveniles; los libros de los jaliscienses canónicos no estaban en la biblioteca de la familia de larga militancia política: su abuelo fue un minero vasco y su padre permaneció muchos años en Estados Unidos. Jorge Ibargüengoitia en cambio fue fundamental en sus lecturas mexicanos.

 

Vidas trashumantes

Su más reciente novela, Méjico es un homenaje a su madre quien nació en Valencia en medio la efervescencia de la Guerra Civil. A primera vista, anecdóticamente, esta novela narra dos periplos paralelos: la historia de dos militantes anarquistas que abandonaron España a la caída de la República, rodeados de la maledicencia y las rencillas intestinas entre ellos mismos. Y la sórdida existencia de un mexicano, hijo de españoles, que atraviesa el océano de regreso a los orígenes ancestrales.

Desde una decadencia que llega a la crápula en algún barrio de Madrid en 1922 hasta Toledo en 2014, en ubicación estratégica para negocios fuera de la ley cuyas ganancias son de las más altas en todo planeta, con el costo de alienación, explotación y violencia tan reiteradas que son parte de la normalidad. Veintiocho itinerarios —segmentos— divididos en tres secciones, dejan ver la condición de algunos emigrados —que se yerguen entre la novedad y el oprobio (gachupines); la señorial— decadente y revitalizada corrupción mexicana y el control del Estado sobre el sindicalismo; representada modélicamente en el gremio ferrocarrilero.

Vidas trashumantes; del salto de mata y las persecuciones al desahogo en el placer corporal entre la rudeza y la abyección; de la lujuria al sometimiento o la sobrevivencia y la simulación del goce. Es ostensible, por más lugar que pudiera ser, de la agresión y la virulencia que brota paso a paso en la vida social, institucional y gremial en la vida mexicana. Ortuño la expresa con una vehemencia que alcanza la furia. No hay concesiones en la brutalidad que pueden alcanzar sus imágenes y parodias (“En México […] si alguien te decía que iba a meterte una pala mecánica por el culo y a cenarse tu hígado con cebollitas caramelizadas, más valía que lo creyeras y procuraras sacarle los ojos y servirle su lóbulo frontal a los buitres antes de que cumpliera.”). Esa negativa de asimilación de Ortuño a tendencias y autores y en una condición más de libertad para expresar lo que quiere, como quiere.

Estamos ante una multitud de flashazos de imágenes en diálogos o cuadros situados en cuadros sólidos, prorrumpen como hachazos que asestan a la textualidades tan aliñadas como vacuas de los prístinos estilos. Estamos ante un escritor con dominio de las narraciones que se propone; lejos de la linealidad cronológica nos deja en Méjico un mural rearmable ad limitum en la discontinuidad de las acciones y los personajes que, eso sí, saben que cambian de latitudes (Guadalajara, Veracruz, Madrid, Marsella, Santo Domingo, Toledo; con un fin de itinerario poco del fin de la Segunda Guerra, y alguna misiva desde Tetuán). La prosa de Ortuño es provocadora, no provocativa, y nunca efectista.

 

Cuadros de familia

El recurso de las malas palabras es uno de los más socorridos ahora en todas las literaturas aunque con una propensión a deslumbrar más que a conmover o persuadir; de atacar más que a cuestionar. En el mejor de los casos las llamadas groserías son medio de denuncia, lo cual es irreprochable ideológicamente; pero con frecuencias quienes las escriben no las integran a los textos, sobre todo por falta de destreza en el manejo de los diversos registros dentro de las narraciones: una frase formal convencional pasan a una destemplada en medio de coloquialismos que rompen con el ritmo precedente y consecuente.

El oído de Ortuño como narrador es impecable y en medio de las frases más descarnadas que, aun, podría evocar obscenidad, la naturalidad se impone sobre la afectación; las hablas que construyen Méjico son diversas y se la escritura formal; en conjunto tenemos una polifonía de voces que se leen como crónicas ficcionalizadas.

Méjico, además de presentar temas y motivos de ese vínculo, aún irresuelto entre los inmigrantes españoles (que tiene su origen en la mayor herida como nación: la Conquista) —y que desveló tanto la diligencia y la pericia de Narciso Bassols, pocas veces reconocido— es una novela del lenguaje. La aspiración de integran distintas hablas en un discurso literario es una de las complejas en el oficio del narrador y Antonio Ortuño logra en Méjico un relato excepcional; su precisión al sustantivar y, sobre todo, al adjetivar no es común, sobre todo en un escritor de su edad. Méjico es una suma de cuadros de familia que van de las tinieblas al heroísmo.

 

Antonio Ortuño, Méjico, Océano, 2015.