Beatriz PagesJuan Pablo II era un papa mediático; Francisco —como latinoamericano— es un papa activista. Es importante tener clara esta diferencia para entender el papel que uno y otro quisieron asumir.

Francisco vino a encabezar y a tratar de que prendiera un movimiento en contra de la corrupción y la desigualdad. De manera suave, pero clara, trató de hacerles entender a los integrantes del gabinete gubernamental, en Palacio Nacional, que el narcotráfico y la violencia tienen su origen en la pobreza de muchos y en los privilegios protegidos de pocos.

Para qué tantas reformas a la ley, les dijo, que sin duda son importantes, pero más importante es la conciencia de corresponsabilidad —¡vamos!—, la voluntad política que cada uno de ustedes pueda tener para que las cosas cambien.

Tal vez el Papa necesitó en ciertos momentos de un intérprete para que su mensaje político —que en muchos momentos tuvo que ser, por cortesía, diplomático— llegara con toda su fuerza a quienes estaba dirigido.

Pero donde no necesitó de traductor fue en la Catedral Metropolitana.

El texto más largo, duro y directo que pronunció durante su visita lo leyó e improvisó ante los 165 obispos, 18 arzobispos y tres cardenales que llegaron para escucharlo.

En realidad no se tiene memoria de que un papa haya hecho pública una crítica tan severa al alto clero de un país.

Francisco es hombre de frases clave, y una de las más penetrantes fue cuando les dijo a los monseñores: “Ustedes no son príncipes”.

Y efectivamente, desde que la Iglesia católica torció su camino, los señores de la túnica comenzaron a sentir que estaban sentados al lado del trono de Dios.

En México, cuando menos, se ve a obispos, arzobispos y cardenales padecer la misma enfermedad que el resto de los seres humanos por el dinero, los cargos, la fama, el sexo, el vicio y el poder.

Jorge Mario Bergoglio tiene conciencia plena de que para rescatar la Iglesia católica de su debacle; para frenar la fuga imparable de fieles decepcionados de los “príncipes”, primero tiene que tratar de redimir —si se puede— a quienes presumen ser representantes de alguien que terminó, por sus ideas, clavado en una cruz.

Si en Palacio Nacional Francisco cuidó las formas, en la Catedral se inspiró en el refrán: “Te lo digo Juan para que lo entiendas Pedro”. Las sentencias que pronunció ahí fueron escritas para que trascendieran los muros del templo religioso y entraran por la puerta y las ventanas de los templos políticos.

“No le tengan miedo —dijo el Papa— a la trasparencia. La Iglesia no necesita de la oscuridad para trabajar”, como tampoco debería necesitarla el poder público. Y después de eso asestó el principal golpe: “…no pongan su confianza en los carros y caballos de los faraones actuales…”

La crítica tiene su razón obvia: desde hace mucho los jerarcas clericales no se ensucian los zapatos con el polvo que pisan los fieles más humildes de la grey católica y prefieren la cercanía y complicidad con las más altas esferas del poder político y económico del país.

Este papa activista vino a revertir el orden establecido. La pregunta es: ¿qué va a suceder después de la visita del Papa? ¿Qué cambios van a operar los monseñores en contra de la corrupción que ocultan tras sus sotanas y el muro de sus templos? ¿Qué harán los políticos para combatir la corrupción, el narcotráfico y la desigualdad?

¿Qué decisiones tomarán los diputados, senadores y funcionarios que le pedían a gritos —desafiando el Estado laico— una bendición en Palacio Nacional?

¿Mucho festejar y mucho aplaudir para que, al final, todo quede exactamente igual?