A diez años de su fallecimiento

 

Conocí personalmente a Juan Soriano (Guadalajara, 1920-Ciudad de México, 2006) a mediados de la década de los ochenta, y desde que entablé relación con él —me lo presentó Rafael Solana, uno de sus amigos más queridos y cercanos desde su llegada a la Ciudad de México, a mediados de la década de los treinta— me sorprendieron su brillante ingenio, su talento de gran conversador, su enérgica chispa, su enorme sentido del humor y su don de gente grande, atributos todos ellos que me parecieron francamente milagrosos en una personalidad de su tamaño.

De una sencillez y una espontaneidad burbujeantes, como la belleza y la originalidad de su arte insólito, sólo corroboré lo que don Rafael me había venido diciendo de él desde años atrás, cuando me hablaba del genio elegido, del adolescente predestinado que desde su primera juventud, cuando llegó de su natal Guadalajara, se ganó el cariño y el respeto de los intelectuales y artistas que por esos años protagonizaban el quehacer cultural en México. Con un talento precoz, había realizado su primera exposición individual a la edad de catorce años, cuando tantos otros pubertos están apenas descubriendo su vocación y empiezan a emprender el vuelo.

Instado a trasladarse a la Ciudad de México por Lola Álvarez Bravo, María Izquierdo y José Chávez Morado, quienes se habían sentido gratamente sorprendidos por el precoz talento del joven artista, y siguiendo a su hermana Martha, Juan Soriano emprendió la que desde entonces sería una carrera siempre ascendente. Maestro de medio tiempo en la Escuela Primaria de Arte, donde impartía la materia de dibujo, desde su llegada a la capital entabló cercana amistad con escritores, artistas plásticos, cineastas, músicos y demás intelectuales que enriquecieron su panorama cultural, algunos de ellos motivo de sus primeros célebres retratos, en una especialidad en la que llegaría a convertirse en autoridad.

 

Artista completo y prolífico

Después de un viaje a la Universidad de Berkeley, en 1939 ingresó como maestro de desnudo a la Escuela de Pintura y Escultura La Esmeralda, donde permaneció hasta 1941. Aparte de realizar varias obras de cerámica en el taller de Francisco Zúñiga, continuó su importante carrera paralela como diseñador de escenografías y vestuarios, entre otras memorables puestas, en un montaje que Ignacio Retes hizo de El tejedor de Segovia, de Juan Ruiz de Alarcón, en el teatro del sindicato de electricistas. De ese mismo periodo es su primera exposición individual importante, en la Galería de Arte de la Universidad Nacional Autónoma de México, para la cual Octavio Paz le dedicó el ya referente ensayo Los rostros de Juan Soriano, y el no menos significativo contacto con María Zambrano y otros destacados refugiados españoles. Años de su definitiva internacionalización, entre 1943 y 1945 tomó parte en otras significativas exposiciones colectivas en Nueva York y Filadelfia, donde se reencontró con Octavio Paz y coincidió con Carlos Mérida y Rufino Tamayo.

Uno de los máximos exponentes del arte mexicano contemporáneo, en palabras del propio Octavio Paz, de regreso a México ingresó y expuso por primera vez en la Galería de Arte Mexicano de la Ciudad de México, vital experiencia que lo motivó a escribir, junto con Diego de Mesa, el libreto para El pájaro y las doncellas, ballet inspirado en un cuadro del mismo Carlos Mérida, con música de Carlos Jiménez Mabarak, y para el cual también diseñó la escenografía y el vestuario. Invitado a colaborar en varias revistas, Octavio G. Barrera le dedicó un lúcido ensayo en El Hijo Pródigo, donde lo distingue como un artista afín y a la altura de sus mayores Frida Kahlo, Agustín Lazo, Rufino Tamayo y Carlos Mérida.

Después de recibir el primer Premio en el Salón de Invierno, de 1951 a 1953 Juan Soriano tendría su primera y vital estancia en Roma, crucial experiencia que lo enfrentó a toda clase de estados de ánimo, entre la euforia y la resequedad creativas, entre el hálito del inspirado trabajo y el entumecimiento espiritual, y a donde algunos de sus más cercanos amigos acudieron a revitalizar la voluntad del genio desfalleciente.

Su contacto con artistas como los hermanos Piero y Andrea Cacella y Elena Croce, además de poder inhalar el efluvio de los artes clásico y renacentista, serían determinantes para acabar de impulsar la carrera de un pintor, escultor y ceramista de estilo tan personal como inusitado. De esta etapa es, a partir de un viaje a Creta, su trascendental serie pictórica Apolo y la musas.

Artista completo y prolífico que dominó las más diversas técnicas, que nos ha legado una obra pletórica de hallazgos tanto formales como poéticos, que abrió brecha en la incursión de temas diversos y formó parte de proyectos tan importantes como Poesía en Voz Alta, que tuvo una segunda etapa en Italia y una más larga estancia en París de consolidación ─tuve ocasión de visitarlo con don Rafael en el hermoso departamento que con su pareja Marek Keller tenían entonces en París, en 1991─, que recibió el Premio Nacional de las Artes en 1987 y otros muchos reconocimientos de justa valoración a su sorprendente trayectoria como la Orden de Caballero de las Artes y las Letras del gobierno francés, que dio lustre al arte mexicano de cara al mundo ─tan mexicano como universal─, Juan Soriano es uno de esos artistas sorprendentes que jamás mueren, porque su maravilloso talento creativo permanece para dar luz en un mundo cada día más demente y desolador. Imaginación desbordada, originalidad e independencia, colorido y variedad temática, sensualidad y poesía, riesgo y atrevimiento, elocuencia técnica y discursiva, humor e ingenio, son algunos de los atributos supremos en la obra de este inmortal artista mexicano.