Miedo y conveniencia de autoridades

En toda huelga estudiantil, los paristas ocupan las instalaciones de la institución de la que son alumnos. Es así porque, a diferencia de los movimientos laborales, en los conflictos escolares o universitarios no existe una legislación que reglamente el qué y el cómo.

En el caso de una huelga obrera, los trabajadores quedan fuera de su centro de trabajo pero a sus puertas, pues se trata de impedir que la entrada de esquiroles haga nugatorio su derecho. En las huelgas estudiantiles, en cambio, la ocupación de espacios es indispensable para impedir el funcionamiento normal de la institución, lo que puede disgustar a los defensores del orden, pero es casi la única manera de darle peso a las demandas.

Por ejemplo, cuando Gustavo Díaz Ordaz mandó matar estudiantes, para éstos no quedó más que ocupar sus escuelas para desde ahí denunciar, resistir y responder a la agresión criminal. Un caso más reciente se produjo en 1999 cuando, por iniciativa de un rector irresponsable, el Consejo Universitario adoptó el anticonstitucional acuerdo de imponer elevadas cuotas a los alumnos, a lo que se opusieron los estudiantes que se fueron a la huelga en medio de una feroz campaña de prensa, pese a la cual lograron impedir el atropello a la Carta Magna.

De modo, pues, que cuando existen causas de interés general que defienden los estudiantes, las escuelas se convierten en la sede de sus movimientos, pero al finalizar éstos las instalaciones tomadas se entregan a las autoridades formales de la institución para que sirvan a la función social para la que existen.

Muy distinto es cuando un espacio universitario es ocupado por traficantes de drogas, prostitutas, rateros, golpeadores y otros elementos lumpen que nada tienen en común con las grandes luchas universitarias, como no la tienen los taqueros y dueños de las fondas que ahí operan ni los comerciantes que se han hecho de un lugar para emplearlo como bodega. Lo mismo se puede decir de quienes lo han tomado como dormitorio u hotel de paso.

Pueden ser alumnos con inscripción vigente o meros paracaidistas, pero el hecho es que actúan, como en el caso del auditorio Justo Sierra o Che Guevara, en contra del interés general de los estudiantes y de todos los universitarios, en contra de la sociedad que legítimamente aspira a que sus hijos estudien en la UNAM.

Quien dispone para fines particulares de un espacio público destinado a la educación está en falta, atenta contra el derecho a la educación y lesiona un patrimonio que la sociedad tiene encomendado a los universitarios. Nada tiene de revolucionario ni de izquierdista apoderarse en beneficio de pocos del patrimonio de todos.

Pese a lo anterior, hay universitarios —por fortuna muy pocos— que se oponen al desalojo del auditorio citado y rechazan la intervención de la fuerza pública por considerar que viola la autonomía. En sintonía con lo anterior, las autoridades académicas, temerosas de una respuesta interna, han optado por dejar hacer con la esperanza de que los invasores del campus lo abandonen un buen día.

Por su parte, las autoridades de la ciudad y del país se hacen ojo de hormiga y optan por el disimulo, como si no existiera conflicto. Alguien dirá que no actúan por respeto a la autonomía universitaria o que en su infinita prudencia evitan dar pie a un conflicto por intromisión reprobable. Pero no hay tal.

Desde siempre, el gobierno local y el federal han tenido a sus agentes metidos en la Universidad, lo que es explicable tratándose de una comunidad altamente sensible a los problemas sociales. Los policías ya están adentro y en este caso mezclados con los elementos lumpen que ocupan el auditorio Che Guevara: saben a qué horas llegan, cuándo se van, a qué se dedican y cómo operan.

Si las autoridades externas quisieran, podrían aprehender a los ocupantes en cualquier momento y fuera del campus, porque los invasores entran y salen cotidiana o frecuentemente, entre otras razones porque no viven ahí. Pero prefieren que todo siga igual para fines de control, pues les resulta conveniente contar con esos elementos lumpen que en caso de necesidad pueden ejercer como porros, esto es, golpeadores que amenazan y reprimen los brotes de inconformidad, como ha sucedido repetidamente.

Las autoridades académicas no llaman a la fuerza pública porque, conocida la animadversión que despierta entre los universitarios, eso crearía un conflicto interno, pero las autoridades externas tampoco proceden porque quieren ser llamadas desde dentro, lo que les daría una coartada y legitimidad para actuar libremente dentro del campus cuando así conviniera al interés gubernamental.

En suma, la ocupación del auditorio Che Guevara o Justo Sierra se debe al miedo de las autoridades universitarias, a la conveniencia de las autoridades externas y a la ingenuidad de algunos estudiantes que consideran gente respetable a la pandilla lumpen que usurpa un espacio originalmente destinado a otros fines. Ya es hora de recuperar para la Universidad —es decir, para la sociedad— espacios allanados de manera ilegítima, canallesca y delictiva. ¿Así o más claro?