Andrés Manuel López Obrador

En los tiempos recientes, he escuchado con frecuencia dos aseveraciones sobre Andrés Manuel López Obrador. La primera, que cada vez es más patente su desprecio por la ley. La segunda, que cada vez es más creciente su índice de popularidad.

Es importante aclarar que ninguna de las dos cuestiones me consta directamente. Todo esto lo he recibido por los medios impresos y electrónicos. Vivo en un universo que de ninguna manera es reducido. Pero en él no he conocido todavía a ninguna persona que haya atestiguado tales ilicitudes ni a ninguna persona a quien López Obrador le simpatice en lo más mínimo. Por eso digo que su ilegalidad y su popularidad podrían ser virtuales y no reales. A lo mejor resulta todo lo contrario. Que se trate de un tipo honradísimo pero odiadísimo.

Como quiera que sea, el fenómeno es insólito, así fuera meramente fantasioso. Un político que se la vive pisoteando la ley, ¿puede ir creciendo en popularidad, en aceptación y en respaldo ciudadano? Desde luego que nuestro primer impulso es responder negativamente. Que es imposible que ello suceda. Que si sucede es que hay un juego de magia mediático o un truco publicitario.

Pero una reflexión de mayor meditación nos puede, por lo menos, insinuar que quizá exista esa posibilidad, a partir del supuesto de una torcedura intelectual o moral en el cuerpo social. Es decir, que ese político puede crecer en aprecios generalizados si sus conciudadanos son unos imbéciles o si son igualmente inmorales.

Desde luego, descartemos lo primero. Los mexicanos no son tontos. Pero habría que analizar cuidadosamente lo segundo. No podemos negar que, en ciertos momentos de su historia, algunas sociedades han sentido temores hacia los gobiernos de alta pulcritud jurídica y, por el contrario, confianza hacia aquéllos que medio van tomando en serio la ley.

Se ha llegado, incluso, a instalar el sofisma de que los gobiernos intolerantes con la ilegalidad desembocan en una dictadura mientras que los que son de “vista gorda” con el cumplimiento normativo culminan en democracias liberales.

Siendo esto, desde luego, una visión distorsionada de política y justicia, lo cierto es que en una sociedad como la nuestra no es un sobresalto menor el gobierno legalista. Imaginemos un régimen mexicano que encarcelara a los evasores, que decapitara a los piratas, que ahorcara a los gasolineros rateros, que crucificara a los burócratas corruptos, que metiera en Almoloya a los patrones abusivos, que enchiquerara en Puente Grande a los empleados infidentes o que colocara en las Islas Marías a los que compran fayuca. Sería altamente repudiado, porque en México se ha instalado una muy profunda cultura de la ilegalidad.

Así las cosas, no pueden considerarse como reducidos los escenarios de nuestra civilización y de nuestra vida cotidiana en donde se considera que respetar la Constitución es conceder ventajas innecesarias a los delincuentes. Que desempeñar honestamente un cargo público es una forma de estupidez. Que inculcar en los hijos principios de legalidad es inutilizarlos para el futuro. Que buscar soluciones en el cauce legal es complicar los problemas. En fin, como decía Quevedo, que en el mundo de la injusticia tener la razón es un gran peligro.

Por eso, quizás, el enigma no sea contradictorio. Quizá, parafraseando a Richard Nixon, cuando vemos al político de leyes pensamos en lo que queremos ser y cuando vemos a López Obrador pensamos en lo que realmente somos.


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