Hay que desatorarla… pronto

Cierta tarde me encontraba platicando, sobre temas de política, con uno de los más legendarios líderes latinoamericanos, entonces presidente de su nación. De repente, me tuteó y me soltó una pregunta directa pero complicada: “Pepe, ¿por qué se ha atorado la evolución política mexicana?” Para comenzar, tuve que reflexionar en no más de cinco segundos para conceder o refutar la suposición. Contra mis deseos, tuve que aceptar que habíamos dejado de evolucionar.

A partir de eso, le expliqué varias causas hipotéticas. Una de ellas, de naturaleza profesional. Durante muchos años los mexicanos no estuvimos gobernados por políticos sino por economistas, por tecnócratas o por otras habilidades. No obstante que De la Madrid tuvo como especialidad académica la Teoría del Estado; que Calderón es un hombre hábil e inteligente; o que Zedillo es un economista muy probado y de altos vuelos, quizá con López Portillo terminó la etapa de gobernantes mentalmente enfocados hacia la visión de Estado, aunque algunos fueran malos políticos. Para jugar futbol es mejor un futbolista regular que un campeón de golf.

Otra razón era de naturaleza formativa. Quizá tuvo acierto la “estrategia Lansing” que recomendaba no conquistar Latinoamérica sino invitar a estudiar a sus futuros dirigentes para reorientar su ideología. Desde 1982, nuestros presidentes han completado su formación en universidades norteamericanas.

Le di muchas otras respuestas para explicar un fenómeno mexicano extraño, insólito y casi inefable, incluyendo una de carácter transgeneracional que me parece básica pero sofisticada.

Cuando, al día siguiente, salí de su país, la pregunta me volvió a perseguir en mi interior. A través de mi ventanilla clavé la mirada en el mar y me sumergí en la verdadera pesadilla de aceptar que, en treinta años mexicanos, el más importante invento político ha sido una credencial de elector. Así permanecí hasta que alguien de mis acompañantes me preguntó si me sentía bien. Salí tan sereno de mi introspección que le pedí al piloto del avión que me facilitó nuestro gobierno que me dejara en Cancún.

Ya por la tarde, en la playa seguí pensando en lo mismo. La política mexicana había sido, durante más de siglo y medio, una de las más ricas y complejas del planeta. Como ejemplo, baste decir que la Guerra de Independencia fue un conflicto todavía muy difícil de explicar, dejando a un lado la versión simple para niños de primaria. Por lo menos ochos posicionamientos ideológicos complicaron once años de trance. Monarquistas, borbonistas, republicanistas, independentistas, metropolistas, nacionalistas, liberalistas y conservaduristas, hasta que Acatempan fue nuestra primera “gran coalición”, luego concretada en el Plan de Iguala.

Pero lo subsecuente fue igualmente complejo. Los enfrentamientos de las logias, la epopeya del federalismo, la secesión de Texas, la invasión del 47, la pérdida territorial, la Reforma liberal, la Guerra de Tres Años, los intervención francesa, la restauración de la República, el Porfiriato, la revolución antirreleccionista, el cuartelazo, la revolución constitucionalista, la reordenación constitucional, la cristiada, la institucionalización revolucionaria, el tránsito hacia el civilismo y la consolidación de instituciones. Todo ello ocupa un cronomapa que va de 1810 a 1970.

Así, México se convirtió en un generador de ideas, de proyectos y de instituciones que fueron estudiados y hasta reproducidos en muchas latitudes. Pero hoy se ha convertido en una política plana, insulsa, insípida y, en mucho, impotente. Es muy cierto. En algún momento se atoró. No importa mucho quien lo hizo ni por cual razón. Pero no hay duda de que habrá que desatorarla y muy pronto.

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