Política internacional de Francisco

Mucho se habla del relevante papel modernizador que está cumpliendo Francisco en su doble condición de dirigente máximo de la Iglesia católica y jefe de Estado de la santa sede. La tendencia de su pontificado al cambio innovador le confiere sello propio y repercute de manera concreta en distintos ámbitos de la sociedad internacional. Sus posicionamientos en torno a temas de paz, terrorismo, desarrollo, combate a la pobreza, migración y, en general, justicia económica, lo ubican ya como un actor inescapable en el ajedrez de la política mundial. No obstante y como es tradicional en esa dos veces milenaria institución eclesiástica, la curia romana insiste en que la Iglesia no hace política porque su reino no es de este mundo. Por supuesto, una afirmación tan categórica resulta difícil de creer ya que lo que dice y hace el supremo pontífice, al igual que todos sus sacerdotes, nunca cae en el vacío y tiene repercusiones allende los muros del Vaticano y en el rumbo del gobierno eclesiástico.

Frente al mundo, la santa sede ha sido siempre pieza crucial del equilibrio del poder. Tan sólo a manera de ejemplo, las definiciones centrales de la Europa tardomedieval y renacentista giraron alrededor de los resultados del Concilio de Trento y de la buena voluntad del papa para atender solicitudes de dispensa matrimonial entre integrantes de las monarquías, de tal suerte que se mantuvieran balances políticos y sistemas de alianzas entre las casas gobernantes de la época.

Más recientemente, los siglos XIX y XX no podrían entenderse sin el destacado aporte de León XIII, en su encíclica Rerum Novarum, para discutir las “cosas nuevas” (el desafío marxista), y tampoco sin valorar el impacto que habría de tener en las relaciones internacionales el llamado a la distensión bipolar y paz universal que formuló Juan XXIII en su carta Pacem in Terris.

La santa sede es un prestigiado sujeto de derecho internacional y esa condición le confiere derechos y le impone obligaciones diversas, por encima de toda la observancia del orden jurídico que regula la convivencia entre las naciones. Y esta obligación la cumple de distintas maneras; por ejemplo, mediante la participación directa del papa como árbitro entre partes que se encuentran en conflicto. Tal fue el caso, entre otros, del concurso de Juan Pablo II para la solución del diferendo chileno-argentino por el Canal de Beagle, que fue negociado por los cardenales Antonio Samorè y Augusto Casaroli, y resuelto con la firma en Roma, el 29 de noviembre de 1984, del Tratado de Paz y Amistad entre esos dos países del cono sur americano. De igual forma, la santa sede es un activo promotor del derecho natural, al que reconoce como pilar de todo ordenamiento jurídico.

En ese sentido, en foros como las Naciones Unidas, la sede apostólica formula frecuentes llamados acerca del riesgo que conlleva el desarrollo progresivo del derecho internacional cuando no se consideran los principios básicos del jusnaturalismo, que no son otra cosa sino el conjunto de normas que están implícitas en la naturaleza misma del hombre, las cuales son inmutables y dictadas por Dios.

Un ejemplo pedagógico de este razonamiento lo ofrece la diplomacia vaticana a propósito del capítulo de los embargos económicos que se instrumentan en contra de algún Estado para acelerar mudanzas de gobiernos que representarían una amenaza a los derechos humanos y a la paz y seguridad internacionales. Tal es el caso de Cuba, donde un embargo de cuestionable legitimidad ha durado ya más de medio siglo y, lejos de dar resultados, ha sometido al pueblo de ese país hermano a serias restricciones que afectan su calidad de vida. En la lógica de la santa sede, los embargos terminan por violar esos derechos humanos y también el derecho internacional humanitario ya que, al buscar defenestrar al príncipe según la fórmula de Maquiavelo, infligen sufrimientos prolongados e innecesarios a la población.

Ésta es, precisamente, una de las razones del activismo diplomático de Francisco hacia La Habana, el cual da continuidad a los acercamientos previos de Juan Pablo II y Benedicto XVI, un activismo que ha abierto puertas en Washington y cambiado el paradigma aislacionista por el de la incorporación de Cuba a la globalización.

Estas acciones, de impronta político doctrinaria, trazan la línea de cada uno de los obispos de Roma con respecto al tipo de relación que desea establecer con el mundo y su posicionamiento frente a los temas capitales de la agenda internacional.

Sin embargo, ello no significa que en el interior de la Iglesia haya consenso sobre los estilos y rumbos adoptados por el pontífice en turno.

De ahí que, si lo que se desea es renovar enfoques, es necesario dar un golpe de timón en el corazón mismo de la institución, es decir, estimular el relevo de los cuadros que dirigen las conferencias episcopales nacionales y sus respectivas diócesis. Y para ello, Jorge Bergoglio tiene a su alcance el derecho canónico, que lo faculta para nombrar a sus propios legados o nuncios apostólicos a fin de que lo representen ante las iglesias locales (la de cada país) y los Estados.

Entre otras responsabilidades, los nuncios procuran la firmeza y eficacia de los vínculos de unidad que existen entre esas iglesias locales y la sede apostólica; también transmiten o proponen a esta última los nombres de los candidatos a obispo e instruyen el proceso informativo de los que han de ser promovidos.

Dicho en otras palabras el nuncio está encargado de renovar liderazgos eclesiásticos, de tal suerte que se propicien lealtades cupulares y reacomodos generacionales estratégicos, que respalden la gestión papal y garanticen que su magisterio y forma de conducir la Iglesia lleguen a todo el orbe y perduren.

Así las cosas, recientemente la opinión pública conoció el fin de la misión diplomática en México del nuncio Christophe Pierre, quien ha sido designado para cumplir idéntico cargo en Estados Unidos. Francisco está jugando sus cartas en ambos países, cada uno relevante a su manera.

Internacionalista.