A cuatro siglos de su muerte

El pasado 3 de mayo se conmemoró el cuarto centenario luctuoso de William Shakespeare (Stratford 1564-1616), el más grande dramaturgo de todos los tiempos, y por tratarse también de uno de los poetas ingleses más notables, uno de los escritores por antonomasia de la literatura universal. Su gran admirador, Víctor Hugo decía de él, con justa razón: “Es la catedral gótica más imponente de la literatura dramática”. Si bien se sabe poco de la persona, la vida de Shakespeare estuvo dedicada en cuerpo y alma al teatro, no sólo como autor inagotable en muy distintos géneros, sino también como actor, director y empresario en lo que era El Globo.

De todas las formas, el teatro isabelino, que se entiende sobre todo a partir de la figura de este coloso, es el síntoma más preciso del Renacimiento inglés, y éste llevó la fama de Inglaterra más allá de sus fronteras; mejor que ninguna otra, la obra de Shakespeare nos da una idea bastante clara de cómo eran el hombre y su cosmovisión en aquel periodo.

Shakespeare, el bastión más sólido del teatro moderno, vivió de cerca la vida desordenada de los actores de su época; participó, con ellos, en sus disputas, en sus placeres y en sus desgracias, y mientras tanto fue acumulando experiencias para su obra. Caudal inagotable, su teatro tocó a la vez y con una misma buena fortuna tanto los temas más dolorosos como los más alegres, y como nadie cubrió todo el complejo y amplio espectro del alma humana. Escribió once tragedias, diez dramas y dieciséis comedias; a diferencia de las tragedias, en las cuales a menudo se encuentra algo más que ironía, poder cáustico, en las comedias domina por mucho la piedad, que termina por conducir casi siempre a la armonía.

Sobre nieve, rocas y arena…

El genio shakesperiano no trabajaba nunca siguiendo rígidas pautas, concediendo mayor libertad a su propia fuerza creadora, sin dejarse nunca atemorizar por anquilosadas clasificaciones. Mientras que en sus tragedias se mantenía lo más fiel posible a los hechos, conservando siempre una raigambre histórica, en sus comedias concedía en cambio toda autonomía a la fábula y a la leyenda. Esta diversidad se refleja, naturalmente, tanto en los personajes como en las obras, y si los protagonistas de las tragedias dan siempre la impresión de caminar por extensiones de nieve, de rocas o de arena, los de las comedias parecen desplazarse por grandes prados floridos, y así como es distinto su paso, también lo es su relación con la vida.

Uno de los complejos literarios más analizados y leídos, la obra dramática de Shakespeare ha sido, por obvias razones, objeto de un sinnúmero de paráfrasis y adaptaciones. Algunas de éstas con mayor suerte que otras (las más revisadas, como por ejemplo, Hamlet, Macbeth, Romeo y Julieta, Otelo, Ricardo III, La fierecilla domada y Sueño de una noche de verano, por mencionar sólo algunas, lo han experimentado todo), han encontrado en el mismo teatro, el drama musical, el cine y la televisión ajustes para un mayor y más variado número de público.

Considerado en conjunto, el mundo de Shakespeare es a un mismo tiempo maravilloso y terrible, religioso y profano, y cada uno de sus héroes representa, inicialmente, un sentimiento individual; pero, a medida que la situación dramática progresa, dicha individualidad va en aumento hasta asumir proporciones que ya no son privadas, sino que conciernen a la totalidad de los hombres, he ahí su grandeza.

Cómo los isabelinos entendían la historia

Quizá sean los dramas históricos los que proporcionan uno de los aspectos más notables, cuando no el principal, de la fuerza dramática de Shakespeare, y todos ellos, además de sus elevados valores humano, teatral y poético por separado, también resultan importantes conforme nos transmiten una idea por demás clara de cómo los isabelinos —y por consiguiente, los ingleses del Renacimiento— entendían la historia. Bajo el cobijo y la sombra ingentes de tal portento de sabiduría inagotable, de su genio, infinidad de paráfrasis y composiciones diversas —sobre todo en derredor precisamente de sus dramas históricos, por la grandeza arriba señalada— siguen poblando otros muchos espacios y momentos de los quehaceres artístico e intelectual, varios de ellos apenas pretexto si acaso decoroso que no siempre han logrado sobrevivir por sí mismos. Creaciones unas incidentales, otras más independientes, y las menos de ellas al nivel de su motivo de inspiración, ponen en claro, sin embargo, la tan genuina como potentada significación del legado shakesperiano.

Y entre ese inextinguible manantial de revelaciones que constituye la obra dramática y poética del citado genio inglés por antonomasia, quizá sea el segundo de sus periodos, que comprende la década de 1591 a 1601, uno de los más frecuentemente revisados: entre sus dramas históricos, Ricardo III, La vida del rey Enrique IV, La vida de Enrique V e incluso el mismo Hamlet, de hecho de 1601; entre sus tragedias más representativas, Romeo y Julieta; y las comedias, género éste en el cual se manifestó por demás prolífico en dicha etapa, Las alegres comadres de Windsor, Sueño de una noche de verano, El mercader de Venecia, La fierecilla domada y Mucho ruido y pocas nueces. En el lenguaje cinematográfico, en especial, todos esos títulos han encontrado cabida, algunas veces con mucha mayor fortuna que en otras, sin olvidar que tanto la grandeza y el donaire poéticos como el derroche de imaginación alcanzaron en tal periodo una especial plenitud, para proyectar uno de los faros más luminosos y reveladores de la creación humana.

Murió el mismo año de Miguel de Cervantes Saavedra, el padre de la novela que es el género moderno por excelencia, es decir, en 1616, pero a ese otro coloso le dedicaré otro número aparte.