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El poder siempre es prestado, siempre es transitorio y siempre es relativo.
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Quieren volar con la capa de Supermán

Es bueno, de vez en cuando, soñar cuando se duerme. Es bueno, también, en ocasiones, soñar despierto. Lo grave es soñar todo el tiempo, no distinguir los sueños de las realidades o suplantar la realidad con la ensoñación.

Desde siempre se ha considerado la política como un ejercicio propio de personas dotadas de fuertes dosis de realismo. Hoy se le llama realpolitik a la política de “a de veras”, para distinguirla de la política de fantasía.

Por eso he llamado oniricracia al gobierno de los ilusos. Ésos son gobiernos muy peligrosos y no nos deben mover a risa. Su ingenuidad los lleva a la fantasía. Ésta, a la quimera. De allí, a la alucinación. Se pasa al desvarío. Y se termina en la locura. Todo ello compromete, en riesgos, al gobernante, a los gobernados y a la nación entera.

Por eso conviene seguir varias reglas para no caer en la desalineación mental que convierte la oniricracia en alienicracia o gobierno de los locos. Porque es muy fácil caer en aquella forma de enajenación de la realidad a la que está expuesto el hombre cuando vive una vida prestada y, por lo tanto, ajena y ficticia.

Porque debemos reconocer que el ejercicio del poder es una vida muy artificial, dado que el poder siempre es prestado, siempre es transitorio y siempre es relativo. El que piensa, por el contrario, que es propio, que es eterno y que es absoluto, es un pobre locuaz al que pronto tendremos que recoger en los desbarrancos del fracaso, de la frustración y de la amargura.

La primera de esas reglas es no caer en la ilusión. Esto no quiere decir, de manera alguna, que no se tengan entusiasmos, que se abandonen las ambiciones o que se pierdan las esperanzas. Lo que quiere decir, simplemente, es que éstas se construyan sobre supuestos sólidos y factibles. Nada de construir el plan de gobierno o el proyecto de vida nada más con las puras ganas.

La segunda regla es no caer en el engaño. Porque muchas veces el hombre es presa del artificio que le ponen sus jefes, sus asociados o sus subalternos. Por ejemplo, el jefe ordena a su subalterno algo que “le interesa mucho”. Éste se pone a trabajar duro pensando que, con eso, se va a ganar la gloria cuando, en realidad, aquel jefe lo mandó a entretenerse, nada más para que abriera un camino, para que desviara la vista o para que no estorbara el paso. Todo por creer que se puede escalar el Himalaya con huaraches.

La tercera regla es no caer en la promesa. Que te voy a dar, que te voy a designar, que te voy a postular, que te voy a ascender, que te voy a heredar. Con eso entregan hasta el espíritu. Todo por suponer que se puede atravesar el Sahara sin camello.

La cuarta regla es no caer en la adulación. Esta inoculación interesada y malintencionada que es la gran perdición de los altos jefes. Todo esto por andar creyendo que se puede cruzar el Océano Pacífico a nado de mariposa.

La quinta regla es no caer en la confianza. Ese virus que afecta más que todas las epidemias y pandemias. Que ya vencimos la pobreza. Que ahora venceremos la delincuencia. Que ya erradicamos la corrupción. Que ya instalamos la democracia. Esa autosuficiencia que los hace suponer que son vencedores e invencibles. Todo por creer que se puede volar con la capa de Supermán.

 

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