¿No intervención?

Hace unos días, Claudia Ruiz Massieu Salinas, quien cobra como secretaria de Relaciones Exteriores, dijo que la no intervención y la autodeterminación de los pueblos, los principios rectores de nuestra política exterior desde hace muchas décadas, no pasan de ser meros criterios “que deben adaptarse a las circunstancias de un mundo que cambia aceleradamente”.

La canciller mandó a la basura los enunciados básicos de la política externa, pues, según ella, “los principios tienen una función rectora, no definitoria”, lo que aplicado a un “mundo en el que los asuntos no son solamente más globales, sino también más intermésticos” (valga el neologismo), implica que hay que meterse en los asuntos internos de otros países, claro, siempre y cuando ese injerencismo coincida con el interés de Washington, lo cual no dijo, pero es obvio.

En el merequetengue que implica la falta de política exterior, doña Claudia fue desmentida por su jefe, quien declaró que el gobierno mexicano no se meterá en el proceso electoral gringo porque nosotros no aceptaríamos que los vecinos intervinieran en nuestros procesos, lo que parece muy razonable, pero en realidad es una forma de escurrir el bulto ante la cotidiana embestida de ese émulo de Hitler que es el señor Donald Trump.

En los mejores momentos de nuestra política exterior, la doctrina de la no intervención nunca ha sido pretexto para eludir los desafíos de la realidad. Por el contrario. Para Lázaro Cárdenas, Adolfo López Mateos, José López Portillo o incluso con Luis Echeverría, la no intervención nunca significó aceptar mansamente la injusticia, el genocidio, la agresión externa ni las dictaduras apoyadas por el State Department.

México encontró en una activa política exterior la mejor forma de crearse un escudo que le permitió, así fuera relativamente, defenderse de las tarascadas del vecino. Al negarse a romper con la Cuba revolucionaria, México se dio capacidad de maniobra; al abrir las puertas a los perseguidos por las dictaduras proyanquis de Sudamérica, se ganó legitimidad internacional, por no mencionar que la política externa de Cárdenas fue una manera de decir aquí estamos y no aceptamos a los agresores.

Por supuesto, como dice la señora Ruiz Massieu, las cosas han cambiado. Poco a poco se ha ido renunciando a la dignidad, sobre todo a partir del “gobierno” de Ernesto Zedillo, política que llegó a extremos lamentables con los gobiernos panistas y que ahora, ante la falta de base social, busca en el vecino poderoso el apoyo que no se tiene internamente.

Donald Trump es un racista que ha dado múltiples muestras de su desprecio por los mexicanos y otros latinoamericanos. Trump desprecia los gobiernos sin dignidad porque sabe que tiene garantizada la sumisión. El casi candidato republicano es la mayor amenaza que se haya levantado contra México en mucho tiempo. Frente a él y sus exabruptos no cabe la pasividad ni la “no intervención”. Si él llega a la Casa Blanca, la política del avestruz o las actitudes agachonas no garantizan su benevolencia.

Desde hoy, el gobierno mexicano tiene la obligación de salirle al paso a las ofensivas ocurrencias de ese político neonazi. La clase política en su conjunto está obligada a desarrollar campañas para detener la garra que amenaza a los mexicanos. Diputados y senadores ya deberían haber protestado con toda energía, una y otra vez, contra el futuro que nos anuncia el tipejo del greñero.

No se confunda la no intervención con la pasividad ni con la actitud vasalla. Lo que México requiere ante las agresiones, hoy verbales, mañana de hecho, es algo que ahora no hay: claridad política, firmeza patriótica y altura de miras. Quisling no es un héroe de los noruegos, sino una de sus grandes vergüenzas.