[gdlr_text_align class=”right” ][gdlr_heading tag=”h5″ size=”26px” font_weight=”bold” color=”#ffffff” background=”#000000″ icon=” icon-quote-left” ] Monterroso dejó su país a los 22 años, adonde nunca regresó. La mayor parte de su vida transcurrió en México.
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Digresión sintética
Augusto Monterroso es uno de los escritores más significativos de la literatura hispanoamericana, y su obra una de las más inusitadas en la segunda mitad del siglo XX, escritas en español.
Monterroso nació el 21 de diciembre de 1921 en Guatemala; su familia procedía de la élite centroamericana; la materna fue de origen hondureño (que contó con dos presidentes, uno de ellos fue Policarpio Bonilla). Su infancia ocurrió entre una sucesión de viajes y mudanzas entre Guatemala y Honduras. Su padre y su tío tenían una imprenta de tipos móviles; fue una revelación mágica para el niño Augusto verlos, primero, esparcidos en el suelo y, después, ya ordenados sobre el componedor. Sin duda su vida quedó marcada por los libros, para empezar, por su hechura.
Desde los primeros años supo de los libros y su hechura física; asimismo conoció los procesos en la proyección de cintas cinematográficas y su reparación: su padre coordinaba un cine que se vinculaba a su casa por la puerta trasera. El placer y los descubrimientos de las imágenes en movimiento y las palabras en sucesión de hileras que cubren la caja de la página en blanco. La escuela, en cambio, fue un arduo peregrinar entre rezos, la súplica y la devoción que en la repetición alcanzaban la maquinalidad. El saber, la enseñanza, la cultura libresca estimularon al niño Augusto, cuyo abuelo materno, don César Bonilla, fue jurado de la Suprema Corte y Ministro de Educación.
Su madre, asimismo, tuvo una educación musical. La biblioteca familiar fue la gran escuela del futuro escritor, por añadidura, autodidacto y, es natural, tímido y solitario, quien tenía 17 años cuando murió su padre. Desde entonces el joven apoyaba al sustento familiar.
La muerte del padre
Alejandro Lámbarry (1978) —académico, ensayista y novelista, naciente biógrafo del autor de Lo demás es silencio— señala que la muerte del padre, para Monterroso, fue el impulso para consolidar su proyecto de vida. Después de diez horas de trabajo, el joven Tito, como le decían sus amigos, se recluía unas horas al día en la Biblioteca Nacional, donde leía clásicos del Siglo de Oro: quería “asegurarse una cultura mayor a la de su padre —observa Lámbarry— para adquirir la educación que podría haber adquirido en la escuela y en la universidad, y también por entretenimiento”.
Monterroso —como su gran modelo, Jorge Luis Borges, y como su amigo Juan Rulfo— fue un lector superdotado. Conocía hasta las entrañas la bellaquería y los impulsos de las figuras dictatoriales. A finales de los años sesenta, Vargas Llosa propuso a Monterroso escribir un cuento sobre un dictador centroamericano (Jorge Ubico o Anastasio Somoza, por ejemplo); pero se negó a sumergirse en las flaquezas e infamias que devinieron en rasgos psicópatas. Es conocida la logomaquia que el autor de La oveja negra y demás fábulas escribió en un muro: “No me ubico”, una aguda y sintética crítica que llegaría a las protestas de la población en los años cuarenta.
Monterroso dejó su país a los 22 años, adonde nunca regresó. La mayor parte de su vida transcurrió en México, aunque nunca adoptó la nacionalidad del país que lo albergó; quiso dignificar su identidad centroamericana y guatemalteca, cuyo mayor representante literario del siglo XX, Miguel Ángel Asturias —Premio Nobel (1967)—. En México encontró a amigos y compatriotas como Carlos Illescas, Otto Raúl-González y Luis Cardoza y Aragón, una suerte de patriarca, guía, exiliado con ideales políticos compartidos.
Estilo inasible e impredecible
Hubo diferencias, el alumno escribió no pocas páginas elogiosas sobre su maestro, en cambio el autor de El Río. Novela de Caballerías —señala Lámbarry en su biografía— apenas hizo comentarios incidentales sobre la estatura del autor de Movimiento perpetuo y dos páginas sobre su obra, sobre la cual el propio Lámbarry reunió en La mosca en el canon. Ensayos sobre Augusto Monterroso ocho ensayos sobra la obra del guatemalteco, en la cual predominan textos académicos, precedidos por textos autorrefenciales en los que sus autores (Alan Mills y Pierre Herrera) describen en tono chusco —entre la ocurrencia y la conjetura con aspiración humorística— su aproximación lectora al contexto histórico, estilo y personajes monterrosianos.
Herrera juega con el lugar, el espacio y el vuelo de la mosca (que alude lejanamente a “La mosca que soñaba que era águila”) y su imagen displicente, escatológica, además de su presencia en el imaginario de los lectores. Hay textos más digresivos encubiertos en la jerga académica como el de Eusebio Aguirre Darrancou, “Yo soy ellos de: Augusto Monterroso y el arte del devenir animal”.
Los textos, en conjunto, se signan por un aire irreverente, lejos del acartonamiento de los textos convencionales de la academia; poseen esta ambición digresiva que llevó hasta sus últimas consecuencias la sabiduría y el estilo del patriarca del género que tantas bifurcaciones en tanto híbrido ha alcanzado, Michel de Montaigne.
Un estilo tan inasible e impredecible como el de Monterroso —porque de suyo, sus obras están fuera atribuciones y rasgos predeterminados— permite un sinfín de variaciones entre la filosofía y la zoología; entre la política y la sátira; entre el retrato y el cuadro de costumbres, ya desde la parodia o desde la psicología fabulada.
La mosca en el canon nos revela con estilos libérrimos, más elaborados y de registros entrelazados en textos como los de Rita Palacios (“De animales y significados: discursividades en la obra de Augusto Monterroso”): ideología y política ocupan un lugar preeminente por encima de la literatura en sí misma. E Ignacio M. Sánchez Prado (“Monterroso y el dispositivo literario latinoamericano”), preocupado en situar al lector dentro del contexto ideológico y cultural (línea que el mismo Lámbarry encamina su notable biografía de Monterroso, aún inédita), realiza un recuento de la figura del creador de las letras y la proyección de su imagen pública (intelectual) y desmonta las convenciones y destaca los rasgos impugnatorios y de paso hace un recorrido lejos de la cronología de la historia de las ideas y la historiografía literaria.
Un suerte de ensayo-río que conjunta la aspiración erudita de la academia con el estilo desmelenado del ensayista (con ecos estilísticos de Carlos Monsiváis) que sobre todo interroga y muestra, antes que sistematizar y etiquetar obras y autores.
La mosca en el canon nos deja ver a una de las figuras más eruditas de la literatura hispanoamericana: Augusto Monterroso, quien de manera porfiada y perseverante fue esculpiendo una obra que abarca una decena de títulos —además de un libro de entrevistas legendario (Viaje al centro de la fábula, UNAM, 1981)— iniciada con Obras completas (y otros cuentos) —1959— y que concluye con La vaca (ensayos, 1998), además del texto autobiográfico (Los buscadores de oro, 1993). La academia ha profundizado entre la hondura analítica, el estilo imbricado, polifórmico y sintético del autor hasta el divertimento escritural. El mejor ejemplo es El dinosaurio anotado. Edición crítica de “El dionosaurio” de Augusto Monterroso (UAM-Alfaguara, 2002) de Lauro Zavala, quien dedica 130 páginas a un texto cuya extensión es de siete palabras (“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”).
La mosca en el canon. Ensayos sobre Augusto Monterroso, Introducción y compilación, Alejandro Lámbarry, México, Col. Fondo Tierra Adentro, Conaculta, 2014.