La perra de mi vida (Malpaso, Barcelona, 2015) marca el debut en lengua española de Claude Duneton, autor francés nacido en Lagleygeolle en 1935 y muerto a los 77 años en Lille, en una pensión de ancianos, muy lejos de su pueblo natal. Además de prolífico novelista, historiador y traductor de Shakespeare, Duneton fue un destacado actor de teatro y cine bajo las órdenes de directores como Tavenier y Kieslowski. Con éste último trabajó en los laureados filmes La doble vida de Verónica y Azul.
El escritor español Antonio Soler (Málaga, 1956), traductor de la presente obra, narra en su entrañable prólogo cómo coincidió con este autor en la casa de Marguerite Yourcenar, en Mont Noir, cerca de Flandes, que actualmente funciona como albergue para escritores. A decir del autor malagueño, “el encuentro con Claude Duneton supuso un trago hermoso y largo de humildad”. Duneton era hijo de campesinos occitanos y con grandes sacrificios cursó la escuela Normal. Al momento de conocerse, el autor francés trabajaba en la novela que nos ocupa y su personaje central, una perra ovejera llamada Rita, era el medio para que Duneton abordara una infancia ardua y difícil en la enrarecida atmósfera de pre-guerra, en la Francia del mariscal Phillippe Pétain, quien enaltecía a los campesinos en sus discursos mientras estos morían de hambre. La traducción de Soler conserva las expresiones de la lengua occitana, hablada actualmente por dos millones de personas en el sur de Francia.
A diferencia de otras novelas con un perro por protagonista, La perra de mi vida está narrada desde la perspectiva del jovencito que reconoce como amo, hijo único, al parecer, de una pareja de campesinos malhablados y desdentados, pero con un pasado intenso, atizado por la precoz —y procaz— imaginación del niño. Es él quien narra las aventuras, individuales o compartidas, de su inseparable mascota en una época y un medio en los que nadie podía darse el lujo de tener animales domésticos. De hecho, según narra, hubo de sacrificar una perrita faldera de nombre Mimí, para permitirse tener una perra “útil” cuya finalidad no era servir como perro de compañía ni hacerse querer. A partir de este momento se deja entrever la crueldad del destino de Rita que, hasta cierto punto, corre con la suerte de conquistar el arisco corazón del niño asimismo criado a punta de coscorrones y patadas, no muy distinto a su perra. El niño, sin embargo, no manifiesta su afecto en público: “Tiempo después aprendí la historia de san Pedro y la tercera negación cuando cantó el gallo. Fui un niño mentiroso y cobarde. Renegué de Rita ante los altares”.
La conmovedora historia de este niño y su perra es un constante forcejeo entre la crueldad y la emotividad. Educado para ser un rudo hombre de campo, como su padre —que sin embargo prefiere ahorrarse el mal trago de quitar vidas y cede esa responsabilidad a su esposa, quien insulta a las gallinas antes de torcerles el pescuezo—, el niño debe ejecutar la ingrata tarea de matar a los cachorros de Rita cada vez que esta paría una camada, dos veces al año. Por fortuna Rita parece olvidar pronto —pese al entusiasmo que le producen sus alumbramientos— ante el hecho de tener asegurado techo, comida y afecto, auténtico privilegio para su especie.
La perra de mi vida abarca la existencia de Rita, desde los tres meses de nacida hasta su muerte, cuando ya el niño es un muchacho de dieciséis años. Es como una colección de estampas de una infancia ingrata, no por ello menos idílica, como lo son la mayoría de las infancias vistas en lontananza, al menos por momentos y pese a haberse referido a esa etapa de su vida como “el infierno de mi infancia campesina”. Un libro breve y hermoso pese a su gran violencia con inolvidables momentos de ternura: la historia de un hombre de pelo gris que acaricia perros muertos en sueños. Sin embargo, me parece que lo mejor de la producción de Claude Duneton está por traducirse a nuestro idioma; novelas aclamadas por la crítica de su país, tales como El monumento (2014), otro devastador relato ambientado durante la Segunda Guerra Mundial, o Rire d’ homme entre deux pluies, Premio de los Libreros en 1990. Fue también columnista del diario Le Figaro.

