BELLAS ARTES

 

Tras varias décadas sin Bellini

Vincenzo Bellini (Catania 1801-París 1835) dejó Italia en 1833 y su primera escala fue Londres, donde tres óperas suyas se presentaron con rotundo éxito en ese mismo año; enseguida iría a París, en una época en que la capital francesa se encontraba en relativa calma y donde una buena presencia de compositores italianos había recuperado glorias pasadas. Y el talento de este joven pero ya probado compositor siciliano vino a enriquecer los grandes salones y escenarios donde el virtuosismo de otros compositores e intérpretes románticos como Paganini, Liszt o Chopin causaba furor; promovido en principio por el propio Rossini que para entonces ya había dejado de componer óperas pero cuyo prestigio seguía en pie, sería él quien le conseguiría el encargo de una ópera para el Teatro Italiano en París.

Este escenario ofrecía entonces buena parte del mejor repertorio italiano con sus voces más célebres, en donde Bellini encontró el espacio idóneo para poner a prueba sus notables recursos, y asesorado por el autor de Guillermo Tell perfeccionó la orquestación y el libreto de una obra (con libreto en italiano de Carlo Pepoli, basado en un drama francés de Francois Ancelot y Joseph Xavier Saintine, a partir a su vez de una novela del inglés Sir Walter Scott) que en mucho sentido marca la madurez musical de un compositor que ya había dado señales de grandeza en títulos suyos anteriores como Montescos y Capuletos, La sonámbula y por supuesto Norma. Elogiado por sus colegas, el estreno de Los puritanos en el Teatro Italiano de París, el 25 de enero de 1835 —ocho meses antes de su tan prematura como lamentable muerte—, significó el triunfo absoluto de un muy dotado músico, extraordinario orquestador, prolijo melodista, y como sus coterráneos Rossini y Bellini, también virtuoso para el desarrollo dramático y para sacar los más amplios provecho y lucimiento de una vasta paleta vocal.

Camarena en plenitud de facultades

De regreso a México después de ya varias décadas de ausencia en nuestro templo por antonomasia del arte lírico, este retorno de la ópera postrera de Vincenzo Bellini a nuestros escenarios ha servido además como preparativo para que nuestro tenor lírico ahora mismo con mayor presencia, el jalapeño Javier Camarena, confirme su entrada triunfal a la Metropolitan Opera House de Nueva York —lo logrado con La Cenerentola hace algunas temporadas fue apoteósico— con una obra señera del repertorio belcantista que le llega un muy buen momento de su carrera.

Después de haber cantado otros roles belcantísticos de exigida solvencia técnica como el Tonio de La hija del regimiento de Donizetti y Ramiro de La Cenicienta de Rossini, Camarena accede al Arturo de Los puritanos con una madurez vocal que en esta no menos difícil obra no sólo exige pasajes igualmente apremiantes, sino además un aplomo dramático que impone una más amplia paleta de matices. Impecable y emotivo en su famosa cavatina “A te , o cara, amor talora…” del primer acto, y por supuesto de la endiablada aria “Credeasi, misera…! del tercer acto donde nos arrebató con todo su Fa sobreagudo con el que muy escasos tenores se atreven (era uno de los fragmentos predilectos de Pavarotti), arribó al no menos famoso dúo final con la soprano en plenitud de facultades, con no menos brillo de su hermoso e impecable timbre que ya ha dado mucho de qué hablar, pero aquí además con esa intensidad dramática que hace de ese pasaje de amor uno de los más hermosos de todo el repertorio belcantístico, inolvidable por ejemplo en la ya referencial grabación de Monserrat Caballé y Alfredo Kaus, bajo la batuta de Riccardo Muti.

De la soprano convocada, la también mexicana Leticia de Altamirano, hay que decir que ha estado a la altura, en el que es sin duda el papel más exigido de toda esta ópera, con buen número de arias de coloratura —con todo y su requerido pasaje de locura del segundo acto— que Maria Callas, Joan Sutherland, la propia Caballé y Edita Gruberova han llevado a niveles insospechados. De Altamirano echó mano de sus mejores recursos vocales, con oficio y enjundia, con la técnica necesaria para alcanzar y mantener con resplandor el buen número de coloraturas extremas donde la soprano debe mostrar un gran abanico de tonalidades, con la cavatina “Ah sì, son vergin vezzosa…” que describe el riesgoso camino por andar. Su vitalidad histriónica también abonó generosamente al examen, y en el mencionado dúo final con el tenor, en ningún momento desmereció.

Partitura pletórica de brillo

De las demás voces, quizá habría que decir que cumplieron decorosamente, a excepción del en esta ópera igualmente protagónico Sir Riccardo Forth para barítono con el que el todavía joven e inexperto Armando Piña dejó mucho qué desear, porque los requerimientos vocales del papel simple y sencillamente lo rebasaron. El en otros tiempos más que destacado bajo mexicano Rosendo Flores, nos ofreció un Sir Giorgio Valton del que se hubiera esperado más. Completaron el reparto la atractiva mezzo alemana Isabel Stüber Malagamba, y el tenor y el bajo mexicanos Enrique Guzmán y José Luis Reynoso, respectivamente.

Tratándose de una partitura pletórica de brillo, que muchas veces se aborda con lentitud o se toca demasiado rápido, el titular de la Orquesta del Teatro de Bellas Artes, el serbio Srba Dinic, optó por ofrecernos una versión más bien acorde a sus tiempos, con especial atención en los muchos atributos de una obra pletórica de musicalidad, de un sinnúmero de bellas melodías, con una orquestación rica y colorida, permitiéndoles a las voces hacer lo que mejor saben hacer —¡cuánto se agradece—, cuidándolos en un repertorio en el que el canto y la técnica para hacerlo son materia prima. Lo mismo habría que decir del responsable de la puesta, Ragnar Conde, atento al original cuya contextualización histórica impone ya una línea de interpretación; sin excentricidades, trabajó en función de la anécdota y de los intérpretes que, repito, en el canto ya tienen una preocupación irremplazable.

Una producción más que decorosa, con un coro en esta obra protagonista que igual sobresale en sus muchas y destacadas intervenciones, bajo una dirección afinada y meticulosa del maestro Christian Gohmer. Otro tanto habría que decir del vestuario, diseño de Brisa Alonso, más que cumplidor y acorde a la época que se escenifica: la Inglaterra del siglo XVII, la de los Estuardo y sus contrincantes los Puritanos que lideraba Oliver Cromwell. Quizá no haya que decir lo mismo de la escenografía, que firma Luis Manuel Aguilar, más bien oscura y poco dinámica, con escasa estilización. Los demás rubros: iluminación, maquillaje y peluquería, contribuyen a una reposición que en términos generales creo deja un muy buen sabor de boca, en provecho de un autor y de una obra que deberían tener mayor presencia en las casas de ópera del mundo, porque son prueba fidedigna de un repertorio en el que México sigue aportando muy buenas voces, baste mencionar la nómina de los Araiza, los Vargas, los Villazón, los Camarena.