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El género humano es más grande que sus problemas y ha tenido siempre imaginación y capacidad para remontar desencuentros.
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Caos global

Estos primeros años del nuevo siglo han traído consigo esperanzas de cambio en los más diversos órdenes de la vida social, apasionados debates sobre la mejor manera de alcanzarlo y un gran desencanto ante el surgimiento de amenazas no tradicionales a la paz y la seguridad internacionales. Se trata de un momento complejo, en el que convergen los impulsos transformadores de las nuevas generaciones con las tensiones heredadas de los tiempos de la Guerra Fría, como es el caso de la pobreza que afecta a millones de seres humanos, de la siempre postergada atención a los capítulos del desarrollo y la justicia económica internacional, y del deterioro del medio ambiente a nivel global.

Un escenario tan descorazonador parece estar dando la razón a Thomas Hobbes y a la tesis de su Leviatán, de que el hombre es el lobo del hombre. O peor aún, a la afirmación de Max Weber de que para transformar el estado de cosas, hay que recurrir a la violencia, como medio decisivo de la política.

Los signos de descomposición de la convivencia humana son notables. La masacre de Srebrenica en 2005 durante la Guerra en Bosnia, y los genocidios en Ruanda en 1994, y en Congo entre 1994 y 2006, actualizaron en el tablero de la política mundial el tema de la persecución étnica y llamaron la atención acerca del poco aprecio que se tiene en diversas latitudes a los derechos humanos y a los esfuerzos que se han desplegado para tutelarlos.

De manera similar la denominada “primavera árabe”, que por un breve periodo de tiempo, entre 2010 y 2013, trajo consigo vientos de modernización política y de apertura democrática en diversas naciones de la península arábiga y del norte de África, contrasta notablemente con las acciones terroristas emprendidas por sectores musulmanes radicales en Europa y Estados Unidos.

Al invocar argumentos insostenibles, entre otros que el integrismo religioso es la respuesta a los problemas actuales, Al Qaeda y Daesh (ISIS) han puesto en jaque a un mundo que hasta hace poco se ufanaba de haber desactivado los riesgos que entrañaban las pugnas ideológicas y la carrera armamentista durante la época de la Guerra Fría.

Primavera arabe

Primavera arabe

El conjunto de estas tensiones, a las que se agregan la amenaza de uso no pacífico de la energía atómica en ciertas naciones y las actividades de la delincuencia internacional organizada, que por cierto adquieren particular dramatismo en el continente americano, han favorecido desplazamientos humanos y el incremento de la migración en todos los confines de la esfera, incluso de menores no acompañados que de esta manera buscan escapar a la violencia que existe en sus países y comunidades.

Con la mirada puesta en tales acontecimientos y como probable gesto instintivo de autoprotección ante al terrorismo, en el viejo continente y en Estados Unidos se ha venido incubando una fuerte tendencia al aislacionismo, que envía señales ambivalentes sobre las virtudes de la globalización que ellos mismos han estimulado.

Por si fuera poco, en el marco del proceso político-electoral por el que transita ese país, eventos como el ataque ocurrido el pasado domingo 12 en Orlando, Florida, que costó la vida a por lo menos medio centenar de personas y dejó decenas de heridos, alimentan liderazgos xenófobos y narrativas que estigmatizan, polarizan ánimos y amenazan con vulnerar los cimientos profundos de la libertad y la democracia.

El género humano es más grande que sus problemas y ha tenido siempre imaginación y capacidad para remontar desencuentros, pero al parecer las herramientas jurídicas y políticas que existen para estimular la concordia no son suficientes ni las más adecuadas. Los organismos internacionales que fueron creados en la coyuntura inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial para fomentar la paz en un esquema de equilibrio de poder entre las superpotencias, están desfasados en sus mandatos y llenos de parches en sus estructuras institucionales, las cuales han probado ser ineficaces para atender los desafíos que afronta el mundo actual, no obstante los empeños de foros como el G-20, MIKTA y la Alianza del Pacífico.

De igual manera, el discurso ideológico que imprimió sello de originalidad al antiguo conflicto Este–Oeste y que pareció desvanecerse con el derrumbe del socialismo real, ha sido sustituido en distintos sitios por una peligrosa retórica de intransigencia e intolerancia, ajena a las exigencias de una globalización que, para derramar beneficios en todo el orbe, exige de las naciones un esfuerzo concertador, que sume voluntades políticas y apuntale procesos de integración para, de esta manera, fomentar la conectividad y competitividad que se requieren para articular de manera virtuosa economías con diversos grados de desarrollo.

Lo que ocurre en el orbe debe llamar a la reflexión. La insensibilidad social de quienes atesoran fortunas, comodidades y lujos, es fuente del más sentido agravio para una inmensa mayoría de personas que apenas tiene para comer o que, como ya antes se señaló, se ve obligada a dejar sus lugares de origen para buscar las condiciones que permitan a sus familias vivir con dignidad. Por ello, la reconstrucción del tejido social exige el compromiso real y efectivo de los gobiernos con los que menos tienen; la fórmula que reclama más Estado y menos mercado debe estar más vigente que nunca.

Sobra decir, por otro lado, que las ortodoxias políticas y religiosas estimulan la intolerancia y diluyen el entendimiento que el naciente orden internacional requiere para ser viable. En este enredo global, es difícil hacer augurios; la brujería y el arte de la adivinación no son útiles al objetivo de sanar las heridas de millones de seres humanos que, en tiempos de nanotecnologías y nubes de información virtual, son víctimas inocentes de un sistema económico perverso y fatuo, que al concentrar la riqueza en unos pocos, impide a la mayoría llevar una vida digna y en paz.

 

Internacionalista