[gdlr_text_align class=”right” ][gdlr_heading tag=”h5″ size=”26px” font_weight=”bold” color=”#ffffff” background=”#FA5858″ icon=” icon-quote-left” ]
La intolerancia religiosa europea de los siglos XIV al XVI estimuló las Cruzadas para la recuperación de los lugares santos.
[/gdlr_heading][/gdlr_text_align]

No olvidemos las lecciones de la historia

El pasado 9 de mayo se festejó el Día de Europa, que fue establecido en 1950 para conmemorar la iniciativa del entonces canciller de Francia, Robert Schuman, de propiciar la cooperación de los Estados europeos para la administración conjunta del carbón y del acero. Desde entonces, el proceso de integración de ese continente ha evolucionado de manera notable, y a través de los espacios de diálogo y concertación que ofrece la Unión Europea, ha venido afirmándose un andamiaje jurídico e institucional que le permite a los países que la conforman atender desafíos y oportunidades con base en su propio interés y en el de la región en su conjunto.

No obstante las bondades de este esfuerzo integracionista, que está armado alrededor de valores compartidos como la libertad, la democracia y la observancia de los derechos humanos, el surgimiento de nuevas amenazas a la paz y seguridad internacionales, entre otras, la pobreza endémica, los rezagos sociales y el terrorismo, estimulan el surgimiento de voces que abogan por la cancelación de la vocación natural de apertura de Europa al mundo. La buena marcha del proceso integracionista está igualmente amenazada por las discrepancias que existen entre los propios países europeos sobre la mejor forma de conducir sus relaciones económicas y políticas, así como por la competencia entre hegemonías nacionales que aspiran a ser las dominantes en el área. Paradójicamente, esta realidad ocurre en un entorno globalizado que se presume inescapable y es piedra angular de los esfuerzos de la Unión Europea por posicionarse en el mundo de manera competitiva.

En el marco de estas tendencias, adquieren particular relevancia los señalamientos vertidos el 6 de mayo último por el papa Francisco, al recibir en el Palacio Apostólico el Premio Internacional Carlomagno 2016, el cual es otorgado por la ciudad alemana de Aquisgrán desde 1950, en reconocimiento al aporte más valioso del año a la comprensión y desarrollo de la comunidad en Europa Occidental en los ámbitos de la literatura, las ciencias, la economía y la política. En los términos críticos que distinguen su pontificado, Francisco afirmó que hay una creciente impresión de que Europa está cansada y envejecida, carente de fertilidad y vitalidad. También indicó que estaría decaída y podría haber perdido su capacidad generativa y creativa aunque, en su opinión, la resignación y el cansancio no pertenecen al alma de ese continente que, por ahora “parece sentir menos suyos los muros de la casa común”.

Este planteamiento fue reforzado por el papa argentino al añadir que Europa “necesita hacer memoria” y evocar a los padres fundadores, que tuvieron el acierto de identificar soluciones multilaterales a problemas comunes y de promover la integración cultural con base en la solidaridad y sin exclusiones. De manera especial, también refirió que los conflictos en esa zona del globo frecuentemente son alimentados por la insensibilidad de grupos económicos, que acaparan la riqueza, polarizan sociedades y no se detienen en consideraciones vinculadas con la justicia social. En fin, el diagnóstico papal, aunque realista, también refleja una visión poco alentadora acerca del acontecer europeo, que mezcla diversos elementos, no siempre claros y un tanto emotivos, con la aparente finalidad de encontrar una salida a la confusión identitaria que hoy, y de cara al futuro, estaría experimentando el Viejo Continente.

La respuesta a estas interrogantes no es sencilla, pero podría encontrarse en los valores que arropan esa casa común, es decir en todo aquello que confiere a Europa identidad y nombre propio; dicho de otra manera, en la originalidad social, cultural y política que nutre el corpus europeo. Al aludir a estos valores lo primero que viene a la mente es la condición de Europa como cuna de Occidente, y por ende, constructora de todo un proyecto civilizatorio articulado alrededor de la herencia del cristianismo. En efecto, la casa o el hogar común europeo al que se refiere el papa es, ante todo, un hogar cristiano, aunque cada vez menos en razón del dogma y más, mucho más, por el carácter liberal de las instituciones políticas, del régimen jurídico y del Estado, que tienen como plataforma común la ética y la moral que postula esa religión.

Este planteamiento hace suponer, por supuesto de manera errónea, que en el Viejo Continente no tienen cabida los seguidores de otras confesiones, como sería el caso destacado de los musulmanes. Y quien así pudiera pensar lo haría con fundamento en la intolerancia religiosa europea de los siglos XIV al XVI, que estimuló las Cruzadas para la recuperación de los lugares santos y propició la conversión forzosa o la expulsión de Castilla y Aragón de los seguidores del islam y el judaísmo. Esa Europa cerrada, que entonces también se dividió por razones de interpretación de las Sagradas Escrituras y por el cuestionamiento a la autoridad del papa, finalmente evolucionó a favor del liberalismo político y económico, para así dar nombre propio y prestigio al espacio europeo.

Sin embargo, siguiendo al papa, el alma de Europa podría estar debilitada porque ese doble liberalismo, y el respeto a los derechos humanos que conlleva, el cual por cierto le permite ser un continente multicultural y diverso en lo religioso, estaría cediendo a favor del aislacionismo, la criminalización de la migración y el rechazo indiscriminado a los seguidores de Mahoma, como respuesta a los ataques terroristas ocurridos en Madrid o más recientemente en París y Bruselas. El escenario es complejo y no hay respuestas fáciles a este inquietante tema, que de alguna manera actualiza los dogmatismos que hace cinco siglos favorecieron las sucesivas embestidas de Carlos V y sus aliados en contra del turco y los pabellones de la media luna. Por todo ello, Francisco, el papa progresista y aliado de la paz, está obligado a seguir estimulando la cultura de la tolerancia y el diálogo interreligioso en el ámbito universal. La suerte de Europa está en vilo y éstos no son tiempos para olvidar las lecciones de la historia.

 

Internacionalista