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240 años después, un sector relevante del pueblo estadounidense sigue asumiendo que esos indios y esos negros “no pertenecen a esta república”.
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San Junípero Serra de pie en el Capitolio
Durante este mes de julio, Estados Unidos está de plácemes. Como ocurre en toda nación moderna, el calendario cívico de ese país vecino conmemora aquellos eventos relevantes que hoy le permiten articular una idea del ser nacional a partir de valores compartidos y de una forma igualmente original de atisbar el cosmos. El pasado día primero se celebró la fiesta de San Junípero Serra, cuya ceremonia de canonización encabezó el papa Francisco en Washington, D. C., el 23 de septiembre del año pasado. Por su parte, el día 4 se conmemoró el 240 Aniversario de la Independencia, en un entorno político en ebullición, donde el debate que acompaña el proceso que culminará con la elección del próximo inquilino de la Casa Blanca vincula ambas fechas de manera natural e indisoluble.
Con Fray Junípero son ya once los santos que tiene la Iglesia católica en ese país, dato que lo confirma “oficialmente” como parte de la geografía de la salvación. Sin embargo, esa fiesta religiosa y lo que representa para Roma, pasaron inadvertidas para la inmensa mayoría de los estadounidenses, que son protestantes, aunque cada vez menos, y se limitan a reconocer en la Sede Apostólica a un actor respetable de la política internacional, y ya. No obstante, la efemérides tiene un profundo significado cívico religioso, más ahora que nuestros vecinos se preparan para elegir candidatos presidenciales, en un proceso no exento de tensiones y que alerta sobre la relevancia de la historia como maestra de las nuevas generaciones, de mujeres y hombres jóvenes que al parecer no están debidamente al tanto del tortuoso proceso que debió pasar ese país para lograr su independencia y forjarse un destino relevante en el mundo contemporáneo.

Nada es gratuito y todo tiene explicación. En el caso concreto de Fray Junípero, su decantado compromiso con los derechos de los naturales de la Alta California, que se tradujo en la denuncia de los abusos de que eran objeto por parte de los colonizadores, así como su participación directa en la fundación de diversas misiones, entre otras las de San Diego (1769), San Carlos (1770), San Antonio (1771), San Francisco (1776) y San Buenaventura (1782), le permiten ahora ocupar un lugar de privilegio en la historia estadounidense, que se ve reflejado en la estatua que lo representa en el Capitolio, donde ocupa uno de los dos lugares asignados a californianos de mérito. Insisto, no obstante su fama y de que el sol no se tapa con un dedo, pocos saben de Junípero en ese vecino país del norte y del relevante papel que cumplió, al igual que sus hermanos de orden en México, para favorecer el trato digno y la adopción de leyes que tutelaran los derechos de los naturales de América, ya para entonces reconocidos como hijos de Dios, con las mismas dignidades y derechos que los europeos, según estableció el papa Paulo III en su famosa encíclica Sublimis Deus, del 2 de junio de 1537.
Sea como fuere, la realidad es que Junípero está bastante olvidado y por supuesto también sus enseñanzas. Basta con echar una mirada retrospectiva para confirmar que los naturales de ese país siguieron siendo objeto de políticas discriminatorias y vejatorias de sus derechos, muchos años después de que ese venerado santo pasó a mejor vida. Tal es el caso, entre otros, del denominado “Sendero de Lágrimas” (Trail of Tears), que fue el traslado forzoso de la tribu de los Choctaw en 1831 y siete años después de los Cheroquis, a resultas de lo establecido por el Acta de Remoción India de 1830, que, contra la voluntad de los indígenas, intercambiaba territorios amerindios en el este por otros al oeste del río Misisipi. En su tiempo, estos hechos costaron la vida a miles de indígenas.
Pero el debate continúa. En el contexto de las reflexiones sobre el significado de la independencia, el pasado día 4 el periódico The New York Times publicó un artículo (Did a Fear of Slave Revolts Drive American Independence?) firmado por Robert G. Parkinson, en el que se afirma que por más de dos siglos el pueblo estadounidense ha estado leyendo la Declaración de Independencia de manera equivocada, entre otras razones porque entre las 27 acusaciones que sus autores, Jefferson, Franklin y Adams, hicieron contra el rey Jorge III, está la de que “auspició la insurrección interna en contra de ellos” por parte de los “salvajes indios inmisericordes”, una afirmación que el autor del artículo afirma debe ser leída en el contexto de lo que en el siglo XVIII se entendía por “insurrección interna”, es decir, la rebeldía de esclavos que más tarde habrían de ser un factor humano crucial para hacer de Estados Unidos un país soberano. El autor concluye su artículo afirmando que hoy, 240 años después, un sector relevante del pueblo estadounidense sigue asumiendo que esos indios y esos negros “no pertenecen a esta república”.
Así es la vida. En la historia de la salvación, al menos de aquélla que pregona la Iglesia católica, San Junípero recurrió a todas las herramientas que tuvo a su alcance para que se reconociera la condición humana del indio, en su sentido amplio. Al parecer no lo logró, o en todo caso lo hizo a medias, entre otras razones porque, como ya se señaló, la labor franciscana, incluso en la Alta California en el ya lejano siglo XVIII, favoreció que el profetismo se politizara y se viera como factor inconveniente para el trazado de las nuevas fronteras en el Nuevo Mundo, un trazado que en esa norteña porción del continente matizó la influencia civilizatoria de la Iglesia católica, redujo el impacto del erasmismo y abrió la puerta a la ética protestante. Como sea, Fray Junípero, el santo estadounidense, está en el Capitolio, en silencio y de pie, acaso cavilando sobre el impacto que tendrá el voto de las minorías el 8 de noviembre venidero.
Internacionalista

