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La asociación automática del terrorismo con nacionalidades específicas es injusta.

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Ante tolerancia y represión, opción democrática

El mundo de la posguerra fría no acaba de dibujarse; las expectativas de paz, desarrollo y bienestar que trajo consigo el nuevo siglo, luego del inesperado derrumbe del bloque socialista, se diluyen frente a eventos que nos alertan sobre la precariedad de la voluntad humana para remontar desencuentros y avanzar por senderos de concordia, tolerancia y respeto. La frecuencia de hechos violentos en los cuatro puntos cardinales del globo ya es parte de lo cotidiano y en el imaginario colectivo están presentes situaciones extremas que antes habrían resultado impensables.

Los sucesivos ataques terroristas, el deterioro ecológico, el desplazamiento de personas y la migración, la intolerancia religiosa, la discriminación racial, los crímenes de odio, las hambrunas, las guerras y la delincuencia internacional organizada, entre otros fenómenos de acentuada actualidad, son cada vez más rentables para líderes sociales y políticos conservadores, que han identificado en estos su mejor bandera para obtener el poder y limitar, cuando no echar por tierra, el conjunto de derechos que son inherentes a todas las personas.

Es triste, pero si se analizan los patrones contemporáneos de respuesta a los conflictos, incluso al terrorismo, es posible aventurar la idea de que no siempre se resuelven y sí, en cambio, se corre el riesgo de que las estrategias adoptadas lastimen la dignidad de las personas, es decir el derecho que tiene todo ser humano a ser respetado y valorado como ser individual y social, con sus características y condiciones particulares.

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Este ideal común, recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, por el cual pueblos y naciones deben esforzarse, va a contrapelo de una inexorable tendencia al conflicto, que ya no necesariamente se expresa en formas tradicionales y abre la puerta a eventos vergonzosos para la conciencia humana, como es el caso del ataque terrorista en Niza ocurrido el pasado 14 de julio, precisamente cuando se festejaba en Francia el Día de la Toma de la Bastilla.

Acontecimientos de esta índole, injustificables por donde se les quiera ver, son bárbaros y de lesa humanidad; son también trágicos por naturaleza y alertan a la comunidad internacional sobre la urgencia de adoptar estrategias de difusión y educación masiva en materia de paz y derechos humanos desde la más temprana edad. Para ello y por cierto, pueden utilizarse las mismas tecnologías de la información a las que recurren quienes medran con un modelo económico que concentra el capital en pocas manos, no se compadece de los pobres y fomenta el relativismo y el individualismo.

En la “sociedad del conocimiento”, donde los gadgets ganan espacio en los mercados y quienes los producen acumulan fabulosas fortunas, sin que ello signifique que generen riqueza económica para el país donde operan, es necesario hacer un alto para reflexionar sobre las causas profundas de lo que está ocurriendo e identificar soluciones que permitan al género humano acabar con desilusiones y alimentar su natural tendencia al optimismo. Ciertamente, como receta, suena bien, pero la encomienda no es fácil. Los organismos internacionales, al igual que la mayoría de los gobiernos, han condenado el terrorismo y adoptado instrumentos legales diversos, aunque con pocas consecuencias ya que quienes los realizan por lo común están dispuestos a ofrendar su vida en ataques suicidas contra los que poco pueden hacer leyes, ejércitos y policías.

Paradójicamente, la respuesta que empieza a definirse es el retraimiento y la autoexclusión de algunos países de los procesos de integración que son propios de la globalización, como es el caso destacado del Brexit, que hace unas semanas anunció al mundo la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea y comenzó a cerrar la puerta de esa poderosa nación a migrantes que proceden de otras regiones del mundo.

Y aquí es donde radica la tragedia, o al menos parte de ella, una tragedia que en el interior de algunos países está forjándose de la mano de “purismos nacionalistas” y liderazgos políticos xenófobos y neoconservadores, con narrativas incendiarias que van a contrapelo de los derechos humanos, polarizan sociedades y estimulan la brutalidad policiaca, como sucedió recientemente en Minnesota y sus secuelas en Dallas y Baton Rouge.

Complejo e incierto es el panorama internacional de nuestros días; inéditas e inquietantes las reacciones que se están dando en algunos países para tratar de contener la violencia y corrientes migratorias de personas que buscan mejores oportunidades de vida en las latitudes del mundo desarrollado.

La asociación automática del terrorismo con nacionalidades específicas es injusta, como bárbaros y desalmados son esos actos y quienes los cometen, no importa la razón que invoquen. Es un problema de dos vías, un tema que podría ser abordado con herramientas políticas y diplomáticas distintas a las convencionales que, sin bajar la guardia a la cooperación internacional en materia jurídica y de inteligencia, pongan el acento en la responsabilidad compartida por todas las naciones de educar a las nuevas generaciones en los valores de la paz, de la convivencia humana en la diversidad; una diversidad que aboga por la tolerancia y el respeto, que por naturaleza se opone a la exclusión por razones de origen nacional, credo, condición social, religión o preferencia sexual.

El reto de estos primeros tres lustros del siglo está en el desarrollo efectivo de la democracia participativa, en el compromiso de las nuevas generaciones con la construcción de condiciones propicias para el entendimiento, el respeto y la tolerancia entre todos los pueblos.

Ya no se trata, como antes, de izar banderas ideológicas, sino de alzar la voz en contra de la injusticia, donde sea que ésta se presente; de rechazar la “sospecha cultural” que a priori acusa a minorías; de sumarse a movimientos sociales transformadores, que aglutinen a iguales entre iguales y, sobre todo, de ejercer el derecho al voto para, de esa manera, aportar a la transformación pacífica de las sociedades. Muchos son los valores políticos y las conquistas sociales que se ponen en riesgo cuando a los reclamos sociales se responde con narrativas extremas que, lejos de atenderlos, estimulan la espiral de la violencia.

 

Internacionalista