…Camino porque puedo, porque no hay ninguna puerta de acero entre el mundo y yo…

El show de Gary, p. 92

 

Nell Leyshon es una autora inglesa que ha adquirido notoriedad en círculos muy selectos desde hace un par de años. En lengua española tuvimos oportunidad de conocerla a través de la novela Del color de la leche que recoge lo mejor de la tradición narrativa inglesa de los siglos XIX y XX, publicada en 2013 por Sexto Piso, misma que nos la trae de regreso con una obra radicalmente distinta: El show de Gary (Traducción de Inga Pellisa).

Gary, el protagonista, es un personaje por completo anómalo y, quizá por lo mismo, profundamente humano. Educado en el seno de una familia disfuncional —una madre que suspira ante lo inalcanzable frente al televisor y un padre que sale y entra de prisión—, para colmo el mayor de tres hermanos y quien de alguna manera asume la carga de los adultos, nunca vemos a Gary en la escuela: su escuela la constituyen la calle y su padre, quien no tiene miramientos para acarrearlo en uno de sus asaltos. El niño sorprende al padre, consumado ratero y violador de cerraduras, con un natural intuición —pudiéramos decir, una suerte de empatía— para detectar casi a la primera donde los propietarios guardan el dinero y los objetos de mayor valor. Según lo explica el propio Gary, se trata de una habilidad sensorial combinada con adicción a la adrenalina: “(…) Lo oigo todo: la hierba creciendo y los gusanos removiéndose bajo la tierra. Las hojas crujiendo en sus tallos otoñales (…) Los pies de cada una de las personas que pasan, si es un hombre o una mujer, el tipo de zapato, su forma de andar, su número de pie” (p. 96).

Del mismo modo que nunca vemos a Gary niño asistiendo a la escuela, llegaremos a habituarnos al hecho de que su único oficio es robar… pero que lo hace espléndidamente. Más aún: eleva esa vulgar actividad al rango de arte, sensibilidad de la que su padre, que todo lo obtenía mediante la violencia, carecía por completo. Gary es capaz de robarte tu cartera frente a tus narices y quedarse a contemplar tu azoro, tu angustia… y luego aparecérsete como un ángel bajado del cielo para ayudarte a buscar lo que has perdido. Tras acompañarte en tus esfuerzos, te invita una copa, a manera de consuelo… pagada con tu propio dinero. Porque Gary Sin Apellido es, en esencia, un sentimental, una buena persona que no resiste ver sufrir a alguien por demasiado tiempo. Será esa bondad nata la que echará a perder su brillante —aunque anónima— carrera delictiva cuando, poseído por el espíritu de Robin Hood, abusa de sus facultades y de su buena suerte al llegar hasta la caja fuerte de una fábrica, y juguetea con los sobres de la nómina, equilibrando el escaso salario de los obreros, quitándole una buena tajada a los directivos. Por un momento llegar a sentirse como un pequeño dios capaz de equilibrar las diferencias de clase, aunque sea por única vez en la vida.

No obstante la emotividad del protagonista, que es capaz de liarse a puñetazos por defender a una anciana de un asalto en despoblado, resulta bastante errático en el terreno amoroso… hasta que se cruza en su camino una chica de pelo verde llamada Mandy, tan o más inadaptada que él. Mandy se ha criado en lugares de acogida, nunca ha tenido nada propio. El filantrópico ladrón, más que enamorarse, ve en ella otra oportunidad de practicar su inquebrantable buena voluntad, aunque las cosas adquieren dimensiones trágicas cuando el hijo que concibe con ella nace intoxicado por las drogas a las que ambos padres son adictos. El gobierno les arrebata al bebé. Gary vuelve a caer en prisión.

Del mismo modo que Del color de la leche nos remonta a los momentos gozosos y trágicos de la literatura clásica inglesa, hay un ingrediente extra en El show de Gary que inevitablemente nos remonta a la picaresca y a la bildungsroman o “novela de construcción”. Asistimos a la accidentada existencia de un personaje desde su más tierna infancia hacia una relativa madurez —porque el hijo de Gary crece, pero él, nunca—; lo vemos ejecutar con maestría sus primeros robos e ir perdiendo paulatinamente sus facultades a consecuencia de las drogas y las volteretas del destino… volteretas en el sentido más literal pues Gary empieza a llevarse una paliza tras otra. Tan conmovedora como trágica y sin embargo radicalmente distinta a la novela anterior de su autora. Nell Leyshon, dramaturga también, recarga su prosa de grandilocuente patetismo que constituye su personal sello autoral.