Ahora es 2005. Publico Character Studies, un libro que incluye mis reportajes sobre Trump. En la edición del domingo de The New York Times aparece una reseña de Jeff MacGregor, a quien tengo por un hombre muy perspicaz, a pesar de su equívoco: “La única ocasión en la que Singer asesta un golpe bajo es en su perfil de 1997 sobre el Donald Trump previo a The Apprentice, donde adopta cierto tono malicioso. Que Trump sea la caricatura de una caricatura lo convierte en un blanco fácil, sin inteligencia ni velocidad para defenderse”.

Piénsalo dos veces, MacGregor. Tres semanas después, The New York Times Book Review divulgó una carta escrita por Trump a propósito de la reseña. Días antes me en­tero de que se publicará y se me ocurre vigilar mis ventas en Amazon. Character Studies es el número 45 638 en la lista de ventas. No importa, la carta de Trump es de una locura sublime:

Estimado editor:
Recuerdo cuando Tina Brown estaba a la cabeza de The NewYorker y un escritor llamado Mark Singer me entrevistó para un perfil. Él estaba deprimido. Pensé: está bien, espero lo peor. No era sólo que Tina Brown estuviera conduciendo The NewYorker a la deriva, sino que el escritor se ahogaba en su propia tristeza, lo que sólo logró inspirarme escepticismo sobre el resultado del interés de ambos en mí. Tristeza llama tristeza y ellos eran un perfecto ejemplo de este credo.
Jeff MacGregor, el reseñista de Character Studies, recopilación de los perfiles escritos por Singer para The NewYorker, donde se incluye uno sobre mí, escribe bastante mal… Tal vez él y Mark Singer estén hechos uno para el otro. Hay quienes proyectan largas sombras y otros que deciden vivir bajo esas sombras. Cada quien lo suyo. Están en su derecho de elegir.
La mayor parte de los escritores quiere tener éxito. Algunos incluso quieren ser buenos escritores. He leído a John Updike, a Orhan Pamuk, a Philip Roth. Cuando Mark Singer ingrese a esas ligas, tal vez lea alguno de sus libros. Pero pasará mucho tiempo, no nació con un gran talento para la escritura… Quizá debería de… intentar convertirse en un escritor de clase mundial, aunque fuera un esfuerzo inútil, en lugar de verse obligado a escribir acerca de gente extraordinaria que a todas luces está fuera de su alcance.
He sido autor de bestsellers desde hace casi 20 años. Les guste o no, los hechos son los hechos. En su artículo “Fantasmas en la máquina” (del 20 de marzo), el muy respetado Joe Queenan menciona que yo he producido un “flujo continuo de clásicos” con un “estilo sin zurcidos” y que la “voz” de mis libros es notoriamente constante, al grado de considerarse un “logro extraordinario”.
Es un gran halago de un escritor muy destacado. No he escuchado nada similar acerca de perdedores como Jeff MacGregor, a quien nunca he encontrado, o de Mark Singer. Sin embargo, bajo cualquier circunstancia, elegiría a Joe Queenan antes que a Singer o MacGregor, ¡se trata de algo muy sencillo llamado talento!
No tengo la menor duda de que a los libros de Singer y MacGregor les irá muy mal, simplemente carecen de lo necesario. Quizá algún día nos sorprendan al escribir algo que importe.
Donald Trump
Nueva York

 

En el marco de 48 horas, varios colegas me pidieron consejo sobre cómo lograr que Trump los ataque y mi libro se disparó al lugar 385 de la lista de Amazon. Puedo escuchar la voz de mi madre recordándome que debo escribirle una nota para darle las gracias. Pero le quiero mostrar mi gratitud con algo más que un mensaje escrito. ¿Qué le puedo mandar? ¿Qué le gusta?

¡Dinero!

Decido enviarle mil dólares.

En ese momento recuerdo que no tengo mil dólares.

Pienso en otra cifra.

 

Querido Donald:
Muchísimas gracias por la maravillosa carta que dirigiste a The NewYorkTimes Book Review. Un buen número de amigos ha llamado o escrito para decirme que se trata de lo más cómico que han leído en mucho tiempo.
Aunque estoy seguro de que usted, como autor, está consciente de que no es bien visto pagarle a las personas que reseñan nuestros libros, incluí, sin embargo, un cheque por la cantidad de $37.82 dólares, un pequeño gesto para mostrarle mi tremenda gratitud. Usted es alguien especial para mí.
También he incluido un par de curitas, ya que al parecer le resulta imposible dejar de rascarse la misma herida, pueden serle de utilidad.
Con alegría, Mark

 

Sospeché que las cosas no quedarían allí y como era de esperarse, al cabo de 10 días recibí un sobre con el logotipo sellado y remitente de la Trump Organization. Descubro mi carta adentro. Trump me la devolvió con las siguientes palabras, escritas con tinta negra y en mayúsculas: “¡MARK, ERES UN PERDEDOR TOTAL! ¡Y TU LIBRO (AL IGUAL QUE TUS ESCRITOS) SON UNA MAMADA! MIS MEJORES DESEOS, DONALD. P. D. ME HAN DICHO QUE NO SE ESTÁ VEN­DIENDO”.

Debo admitir que tiene razón respecto a la anémica venta de mis libros. Mi calificación en Amazon descendió al lugar 53 876.

En eso, sucede algo más. Recibo una carta de Citibank. La abro y encuentro mi estado de cuenta. Noto que se aligeró 37.82 dólares. Trump cobró el cheque.

Trump con sus ex esposas.

Trump con sus ex esposas.

Madonna

Una mañana de primavera de 1997, Donald Trump, que bajo circunstancias normales sólo tolera la publicidad a regañadientes, como los bebés sus contados alimentos diarios, se encontraba en su oficina del piso 26 de la Trump Tower. Su estado de ánimo era bastante tranquilo. Como era de esperar, ya que su matrimonio de tres años y medio con Marla Maples llegaba a su fin, los paparazzi se amontonaban a las puertas de la Trump Tower y todo el fin de semana los helicópteros habían sobrevolado Mar-a-Lago, su club privado en Palm Beach. ¿Qué resultaría de todo aquello? “Creo que soy muy malo para manejar a la prensa —dijo Trump—. Soy bueno para los negocios y para concebir ideas. La prensa me retrata como un lanzallamas salvaje, pero soy muy distinto. Creo que el retrato que hacen de mí es totalmente inexacto.”

Aunque había accedido a conversar en aquellos momentos decisivos, se requería cautela. Esperaba la cuota preliminar de información “extraoficial”, y quizá algo más. Trump vestía un traje azul marino, camisa banca, mancuernillas de ónix y oro y una corbata con estampado carmesí. Cada hebra de su fascinante cabello —con sus colas de pato resistentes a la gravedad, su pompadour seco y su sospechosa falta de canas— estaba peinada a la perfección. Intentó maniobras distractoras, mientras avanzaba con su medio galón diario de Coca-Cola de dieta. Sí, es cierto, el final de un matrimonio es algo triste. Por lo demás, ¿estaba yo consciente del éxito que había tenido con el Desfile de las Naciones, el Día de los Veteranos, al que apoyaba de manera resuelta desde 1995? Bien. Había una pequeña cosa que me quería enseñar, un lindo certificado firmado por Joseph Orlando, presidente, y Harry Feinberg, secretario-tesorero de la sección neoyorquina de la Asociación de la Cuarta División Blindada, reconociendo la participación de Trump como gran mariscal asociado. Un millón cuatrocientas mil personas habían acudido a la celebración, me dijo, mostrándome recortes de prensa. “Ok, veo que esta nota dice medio millón de espectadores. Pero, créeme, yo escuché que hubo un millón cuatrocientos.” Un recorte de The New York Times de días atrás confirmaba que las rentas en la Quinta Avenida eran las más altas del mundo. “¿Y quién tiene más propiedades en la Quinta Avenida? Yo.” O qué tal el edificio nuevo, frente a las Naciones Unidas, donde pensaba construir un “hotel-condominio muy lujoso, un proyecto importante”. ¿Quién lo financiaría? “Alguno de los veinticinco grupos interesados. Todos quieren financiarlo.”

Meses antes le pregunté a Trump en quién confiaba en momentos difíciles. “En nadie. Simplemente no es lo mío”, respondió. Su declaración no me sorprendió en absoluto. Los vendedores —y Trump no sería nadie si no fuera un vendedor brillante— se especializan en simular intimidad, en lugar de practicarla. En su modus operandi, jamás perdía de vista su objetivo: iza la bandera, jamás dudes de la premisa de que el mundo gira en torno a ti y, sobre todo, no te alejes de tu personaje. El tour de force de Trump —su evolución de chico adinerado y sin pulir, con contactos en los círculos políticos de Brooklyn y Queens, a producto de marca internacional— sigue siendo, sin duda, el logro más satisfactorio de su ingeniosa carrera. La algarabía patentada de Trump, su gaseoso parloteo con términos como “fantástico”, “asombroso”, “estupendo”, “increíble” y varios sinónimos de “enorme”, es un ingre­diente indispensable de la marca. Además de connotar cierta calidad de construcción, servicio y seguridad —sólo Trump podría explicar, quizá, las significativas diferencias entre “súper lujo” y “súper súper lujo”—, su epónimo sugiere de modo subliminal que un edificio le sigue perteneciendo, incluso después de haberlo vendido en condominio.

El show de Trump