Nadie se salva de ser acometido por el lirismo, ese viejo guerrero de la música. Por supuesto que sería muy difícil localizar una música absolutamente privada de lirismo, si por lirismo entendemos esa suerte de verdad poética a cuya lógica no es posible sustraerse. Tal vez el dodecafonismo, tal vez la música concreta, mantengan su raya bien pintada; tal vez ni siquiera les resulte grata la asociación con efluvios del alma.

Pero si hemos de pensar en el reinado del lirismo, no habría más que dos soberanos: Chopin y Kreisler. Detengámonos con particular énfasis en Fritz Kreisler, o, mejor todavía, en Fritz Kreisler y sus encores para violín.

Violinista austriaco, virtuoso de su instrumento, Kreisler fue un artista de éxito y reconocimiento. Dueño de un repertorio impresionante, autor de cadencias para todos los conciertos que interpretaba, promotor de la música de cámara —al contrario de otros grandes violinistas, que han mirado, si no con desdén, sí con indiferencia la música de cámara—, Fritz Kreisler es, junto con Schubert, el más vienés de los compositores. Hay en sus piezas, esto es en sus encores para violín, la delicada atmósfera de los salones vieneses, la sobriedad, la elegancia emblemática que los caracterizaba. Aunque los multicitados encores lo mismo eran tocados en aquellos salones que en salas de conciertos, pues habían sido compuestos para rematar una audición, lo cual provocaba un efecto impactante en el público. No es difícil imaginarse al gran Kreisler en un recital para violín y piano. Digamos que había tocado las tres sonatas de Brahms y para concluir tocaba uno de sus encores o bises —como también se les llama. Bien podría ser su celebérrimo Capricho vienés o su también famosísimo Schön Rosemarin, lo que fuera, que con esas piezas se echaba a la gente a la bolsa, literalmente hombres y mujeres quedaban sin habla; y no porque fuera música al estilo Paganini, colmada de dificultades técnicas, sino porque se trataba de un lenguaje que todo el mundo entendía, y, más aún, que a todos conmovía. Un lenguaje musical provisto de dulces y evocarticas melodías.

Hoy día pocos violinistas incluyen en su repertorio a Fritz Kreisler. Lo cual obedece a la moda de arrodillarse ante la música que más oculta que revela, o, simplemente, ante la música que nos deja fríos pese a estar sólidamente estructurada. Es decir, el aspecto intelectual de la música se arraiga cada vez más en el corazón de quien escucha.

Los encores de Kreisler no son los únicos que han sido relevados del gusto de numerosos violinistas; también los de Sarasate, los de Ysaÿe, y muchos más. Pero mientras vuelven a sonar en las salas de concierto, habrá que escucharlos con atención y deleite. Que en última instancia un encore es el regalo que el violinista hace a su público para que nadie se vaya con las manos vacías. Un modo muy vienés de ser galante, porque vaya que si ese obsequio únicamente lo podía dar el intérprete, y sabía cómo hacerlo, qué regalar —para eso se requería de una sutil malicia; porque había encores para todo: para impresionar un corazón femenino, para dejar el sabor de boca de la endiablada técnica violinística, para evocar aquellos bosques austriacos. O de plano para que la gente se quedara con ganas de escuchar una vez más a aquel violinista. Había, pues, cierta y nada despreciable astucia atrás de cada encore. Fritz Kreisler lo supo y lo consumó hasta sus últimas consecuencias. No en balde, y lo toquen o no, los violinistas de todo el mundo se sienten en deuda de su arte.