Neftalí Coria (Huaniqueo, Michoacán, México, 1959) es poeta, novelista, dramaturgo y director escénico. Ha publicado principalmente poesía. Uno de sus libros más significativos es LunaMía, editado por la UNAM en la colección El ala del tigre en 1994. Publicó en Bélgica Tejer la luna con las manos (Tisser la lune de ses mains), edición bilingüe, traducida al francés por Nayelli Castro Ramírez (2009).

—Has sido editor, eres poeta, novelista y dramaturgo, ¿con qué faceta te sientes más realizado?

—Han sido labores distintas, aunque con rasgos muy semejantes, sobre todo las que tienen que ver con la escritura. Nunca he dejado de escribir poesía y tampoco he dejado de explorar las múltiples maneras de escribir versos; incluso he explorado el dibujo, la acuarela y la pintura para hacer símiles con la escritura del poema como si en la escritura, pudieran practicarse esas técnicas plásticas. Cuando se hace acuarela, no hay corrección, si se es honrado con la técnica, entonces lo que yo hago, es hacer una acuarela con esa premisa: “no corregir” y cuando la imagen está terminada, comienzo a escribir un poema en el mismo territorio de la acuarela y con la pluma, escribo con esa misma conciencia de acertar en el poema, tratando de no fallar. Un ejercicio de concentración profunda en el silencio, en los momentos en los que se puede estar en ese lugar de profundidad personal en el que encuentras fragmentos propios que no conocías y te sorprendes de encontrarlos, y eso es la escritura de la poesía, buscar los tesoros limpios que viven en nuestro espíritu y dejarlos que lleguen a la página así, en bruto, sin corrección.

El teatro me cuesta más trabajo, pero siempre estoy pensando e imaginando pequeñas escenas que anoto y voy atesorando para en su momento relatarlas. Para mí escribir teatro, tiene que ver con el hecho de emprender la escritura de una poética que en la vida real parece ocultarse. Me refiero a esas cosas que dice la gente en sus diálogos ordinarios, pero que abajo de las palabras —como un alacrán enfurecido— está una fuerza dramática poderosísima que es capaz de matar. Esa misma fuerza que hace que de un hombre pueda emanar la poesía, quizá por eso mi teatro es poético.

En la escritura de novelas todo es distinto; las escribo desde hace 25 años de manera constante y desde entonces he escrito ocho, todas muy distintas. Es la parte de mi escritura que más me emociona y la que más me hace creer que soy un trabajador de las palabras, una especie de obrero de la historia que estoy narrando, porque en cada una de las novelas que he escrito, nunca sé a dónde va la historia en la que puedo vivir como si fuera parte de lo que allí pasa. Y los hechos suceden en mí, como si yo fuera su tiempo, su espacio donde los días en los que escribo la novela, son una representación de la historia que estoy contando y llego a confundir lo que vino de la realidad con lo que invento. Cuando me pasa eso, temo a la locura, pero sé que la locura no da tiempo al miedo, entonces me alivia y sigo escribiendo. Me gusta más la vida si escribo novelas, porque las historias, los personajes, los lugares tienen su propio rumbo, como si desde antes, alguien más, en mí, los hubiera trazado. Es como si vivieran solos y tras la historia, yo estuviera como un niño perverso que les pone clavos a los seres descalzos que por allí caminan. Escribir novelas me emociona, me sacude, me hace sufrir y sobre todo, me sorprende ver de lo que son capaces esos seres que viven en mis historias. Eso me basta y hasta hoy no he escrito ninguna novela en la que piense si funciona para el público o se vende o está a la moda, porque escribo novelas para leerlas yo y compartirlas con esa muy poca gente que son mis amigos.

La actividad de editor ha sido un trabajo que tiene más que ver con la difusión de la literatura que creo que debe hacerse conocer y eso ha traído consigo, ser parte de algunos buenos proyectos editoriales, como este último que comienzo y he inventado una editorial en la que publicaré literatura. Pero ciñéndome a tu pregunta, creo que en cada una de mis facetas, me siento realizado, porque para mí, realizarme, ha sido haber escrito lo que he querido escribir y haber vivido la escritura de cada una de mis obras, se conozca o no, y con esa experiencia me quedo.

—También impartes talleres literarios, ¿qué te ha dado este oficio de compartir la poesía?

—Mucho me ha dado convivir con más personas en torno a la escritura. He aprendido mucho y a veces, los talleres —me dispensarán la comparación— me perece que es como ver reunirse a una cofradía de asesinos que perfeccionan el arte de matar. La sangre los llama, la pasión por la muerte, la tremenda emoción por perpetrar aquello que todos quieren lograr como razón para estar vivos.

Hace más de veinte años que doy talleres y antes di clases formales, digamos. Me quedo con los talleres porque no creo en la formalidad universitaria para hacer aprender el arte como creador. Y hasta la fecha tengo mis talleres donde acuden personas que como a mí, les gusta escribir y leer. Mis talleres son para observar lo que hemos escrito y tal vez corregir en la escritura, pero también, sé que en los talleres se aprende a ser escritor, ese oficio que cuesta mucho colocarlo entre los demás como un oficio más de manera ordinaria. En el taller se habla de la experiencia vivida como lección, y eso creo que en ningún otro oficio sucede, lo que me hace pensar que en los talleres suele haber una generosidad que en otros gremios resultaría imposible. La generosidad me la han enseñado esas cofradías de las que también salen hijos de puta que se apropian de las cosas allí compartidas, de la misma manera que el avaro, se apropia del dinero ajeno. Los talleres deben ser, en el buen sentido, una promisoria galería de espejos.