[gdlr_text_align class=”right” ][gdlr_heading tag=”h3″ size=”26px” font_weight=”bold” color=”#ffffff” background=”#000000″ icon=” icon-quote-left” ]
Muchas cosas habría que hacer a fin de evitar otros descarrilamientos del aparato gubernamental.
[/gdlr_heading][/gdlr_text_align]
A rango constitucional, el uso de la fuerza pública
Once muertos, 58 heridos de bala y 150 seres humanos más con otras lesiones es el trágico, desgarrador e indignante saldo del gravísimo suceso de Nochixtlán. Con ello se puso de relieve la inverosímil facilidad y desfachatez con la que el Estado puede violar el deber básico que tiene a su cargo de defender, brindar protección y garantizar la integridad de las personas. También se evidenció la extrema vulnerabilidad jurídica en que se encuentran los movimientos sociales opositores a los designios de los gobernantes, como el de la CNTE.
Todo esto amerita un análisis profundo a la luz del paradigma del Estado constitucional de derecho, del derecho internacional de los derechos humanos, del modelo de sociedad democrática preconizado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos y de la urgencia de preservar el preciado valor de la discrepancia, proclamado por el inolvidable rector de la UNAM Javier Barros Sierra en aquel histórico discurso del 1 de agosto de 1968 en el que defendió la Máxima Casa de Estudios de las agresiones del régimen represor de la época.
Muchas cosas habría que hacer a fin de evitar otros descarrilamientos del aparato gubernamental. Por lo pronto, resulta imperioso elevar a rango constitucional la normativa jurídica emitida por la asamblea general de la ONU en torno al tema del uso de la fuerza pública, esto es, el Código de Conducta para funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, y los Principios Básicos sobre el empleo de la fuerza y de armas de fuego por los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley.

Tal medida tendría que ser complementada con la decisión de equiparar los actos privativos de la vida que deriven de la violación a los límites establecidos en esos instrumentos de derecho internacional, a las ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias; y caracterizar como torturas y otros tratos crueles, inhumanos y degradantes, a las lesiones que se inflijan como resultado de esas transgresiones.
Una tercera vertiente tiene que ver con la responsabilidad por cadena de mando que es inherente a los superiores jerárquicos. A todas luces se requiere explicitar y poner en práctica este principio capital. Quienes tienen bajo su mando estructuras orgánicas constitutivas de la fuerza pública son responsables de los crímenes cometidos por los subalternos cuando no adoptan las previsiones requeridas a fin de prevenirlos o reprimirlos. Así está establecido en el artículo 28 del Estatuto de Roma, tratado fundante de la Corte Penal Internacional, y en la sentencia dictada recientemente por ésta en el caso Bemba, el ex vicepresidente de la República Democrática del Congo, a quien se consideró culpable por no haber tomado todas las medidas necesarias para detener los ataques que estaban cometiendo las fuerzas bajo su control.
Éstas y otras más son las valiosas lecciones a extraer de la masacre de Nochixtlán. Soslayarlas incitaría a la ejecución de nuevos crímenes de lesa humanidad.
