Felix Mendelssohn Bartholdy es un caso excepcional en la historia de la música, y en la historia de la vida.

Veamos por qué:

1) No es común nacer en el seno de una familia ilustre (más bien es al revés); tan así, que el abuelo del compositor fue ni más ni menos que el célebre filósofo Moses Mendelssohn, defensor impertérrito de los derechos civiles de los judíos.

2) No es cosa de todos los días ver la luz en el corazón mismo de una familia sobradamente acaudalada (más bien es al revés); tan así, que el padre de Mendelssohn, de nombre Abraham, era el propietario del Banco de Alemania.

3) No es de lo más cotidiano nacer genio y aprovechar toda una estructura para que la genialidad siga su propio camino, y Mendelssohn lo hizo.

Pero no nada más por eso es absolutamente fuera de serie; también porque pudiendo quedarse con toda la gloria, compartió su fortuna y sueños en favor de terceros. No abundan quienes a la genialidad sumen la generosidad. Animado de una especie de misión de equidad y justicia, Mendelssohn se dio a la tarea monumental de dar a conocer, en Alemania, la obra de Johann Sebastian Bach. Se oye fácil, pero significó luchar cuesta arriba, emprender una batalla contra la abulia, la burocracia y la pusilanimidad.

Mas no estoy evocando en estas líneas a Mendelssohn por su carácter altruista y visión cabal de la música, sino por su Octeto para cuerdas, que compuso cuando apenas rozaba los 16 años. No creo que exista otra obra para esta dotación (4 violines, 2 violas y 2 violonchelos) dotada de esta fuerza e ímpetu inextinguible, tan propio de la juventud. En efecto, cuando Mendelssohn la compuso era dueño de lo que cualquier adolescente se jacta: una vitalidad que a todos seduce y que termina por contagiar a propios y extraños; una fiebre por acometer cualquier empresa, sea cual fuere su grado de dificultad; un modo de decirle al mundo aquí estoy. Y aquí cabe una reflexión: tal vez tantas y tan notables ventajas que tuvo Mendelssohn para el ejercicio de la música, tal vez tantas facilidades le restaron a su obra ese toque de tragedia que para muchos significa la panacea musical.

Pero en cambio se deja sentir en su música esa especie de fuente de energía y frescura, que no es cualquier cosa. De melodías gratas al oído y al espíritu, su música toda está imbuida de un vigor y aliento que rebasa con mucho los entramados de la superficialidad. Pensemos en su Octeto para cuerdas. Desde que la obra arranca, ya se está dentro. Apenas sus primeros compases transcurren, ya no es posible separarse de aquel torrente. Porque eso es esta obra: un torrente de agua fresca y cristalina, del que es imposible sustraerse al momento de revivir bajo su chorro. Exactamente lo que acontece cuando se mira a los niños pasar bajo el arco que forma el agua proveniente de la manguera. Cómo gozan ellos, habrá quien se lo pregunte: ¿tendré yo derecho a disfrutar la vida así?

Ciertamente eso se le admira a Felix Mendelssohn Bartholdy: no sólo que haya dejado una obra en su mayor parte digna de los oídos más exigentes; no sólo que haya rescatado del cesto de la basura la Pasión según san Mateo de Bach; no sólo que le haya inoculado optimismo y ganas de vivir a Chopin y a Schumann, sino, sobre todo y a la hora del ajuste de cuentas, hay que agradecerle su empeño en hacer música colmada de nervio y fibra, en que sin necesidad de rasgarse las vestiduras legó joyas como su Octeto para cuerdas, que ha hecho menos dura la vida a ciertas personas. Como a quien esto firma.