Así como Jean Sibelius es el compositor finlandés por antonomasia y Frederick Chopin el polaco, Edward Grieg es el noruego.

La g que Noruega lleva en el nombre es la de Grieg.

Atrás de cada obra musical de gran aliento, como atrás de cada novela, de cada película, de cada lienzo verdadero, hay una historia. Y yo me pregunto qué había en la cabeza de Edward Grieg para haber creado una música tan hermosa como su sonata en do menor para violín y piano. Si, como quiere el pianista Paul Badura-Skoda, la música refleja una experiencia humana —y en esto se hermanaría con las demás artes—, entonces, ¿qué le habrá acontecido al gran compositor noruego para plasmar en aquella obra tanta melancolía envuelta en mantos de júbilo?, ¿qué le habrá tenido que suceder para que su sonata suene a miríadas de dulzura de pronto enhebradas por un hilito de tristeza?, ¿qué de carne y tuétano hay atrás de esta sonata que parece remitirnos a la paz más profunda de nosotros mismos?

Pero no es nada más el alma de un hombre. Esta sonata es el alma de una nación. Porque toda Noruega está ahí. Es esta nieve cayendo inclemente sobre los bosques (escúchese con atención, si no, el primer tiempo Allegro molto e appassionato), pero también es el estallido de la primavera en aquellos paisajes de blancura luminosa (hete ahí el tercer movimiento: Allegro animato) y la eterna y beatífica quietud del estanque (dicho un millón de veces mejor en el segundo tiempo: Allegreto espressivo alla romanza).

Y a todo esto, cabría preguntarse qué es una sonata para violín y piano. Borges dice que en su larga historia el hombre ha creado unas cuantas combinaciones felices. Como el café con leche, por ejemplo, que a nadie desagrada. Pues una sonata para violín y piano (o para piano y violín, como se quiera) es justo eso: Una combinación embriagadora que entra por nuestros oídos y nos transporta a zonas de alto riesgo, que son aquella de regocijo espiritual porque es ahí donde aprendemos a conocernos a nosotros mismos. Una sonata no es una pieza, de esas hermosísimas que los violinistas acostumbran tocar al fin de un recital y que llevan el nombre de encores; porque en estas piezas lo único que se pretende es lograr un efecto en el público: que se conmueva hasta las lágrimas con las notas edulcoradas del violín, o que se exacerbe con el lucimiento diabólico del violinista. Una sonata es mucho más, porque aquí el piano no está sujeto al violín; en una sonata, mediante el balance perfecto entre los dos instrumentos, cada uno de los ejecutantes tiene igual peso. Ninguno es más que otro. Eso es lo que distingue a las grandes sonatas. Por ejemplo, la de César Franck, las tres de Brahms, algunas de Beethoven, algunas de Mozart, o la de Richard Strauss, o la de Debussy. Pero no nada más se trata de una música en la que simetría y armonía van de la mano; una sonata es un peldaño muy alto en la escalera de la música. La combinación del violín y el piano es tan grato al oído, que el espíritu exige más que acordes sublimes, exige ideas. Y eso es también una sonata de este tipo, porque todas las veces contiene pensamientos elevados. Una frase musical nos suena sublime cuando además de prodigiosamente conmovedora, está respaldada por una estructura que la sustente, por una infantería que resista cualquier embate.

La sonata para violín y piano en do menor de Grieg no es de las más socorridas por los virtuosos, y cuando menos en México no es muy tocada. Más bien es para público selecto; una sonata que jamás va a parar a nadie de su asiento es una sonata digna de oírse.