Por Bernardo González Solano

Todavía faltan 93 días para conocer el desenlace del proceso electoral de Estados Unidos de América en el que se elegirá al 45º mandatario estadounidense. Al paso de los días, como en la canción infantil de “Los cochinitos”, la casi veintena de aspirantes —dos demócratas y 17 republicanos—, se redujeron a dos después de sendas convenciones partidistas: Hillary Diane Rodham Clinton la primera mujer en la historia de Estados Unidos registrada por uno de los dos grandes partidos de ese país, el Demócrata (PD), y Donald John Trump, por el Republicano (PR).

Competencia inédita en la Unión Americana: hombre contra mujer, después de duras e históricas batallas políticas y judiciales que empezaron desde 1869, hace 147 años, con el movimiento sufragista, aunque el vecino del norte concedió el voto a la mujer desde 1920, hace casi un siglo: 96 años.

Hubo otras aspirantes, pero ninguna de las que se presentó en las elecciones primarias había logrado la designación. Gane o pierda, la abogada Clinton, después de más de 9 lustros de carrera profesional, se graduó como abogada en 1969, hace pocos días logró ser la candidata oficial del PD a la presidencia de Estados Unidos. En estos momentos, nadie puede asegurar que Hillary podrá emular a Barack Hussein Obama que en 2008 rompió el tabú racista al ser elegido el primer presidente negro en la historia de nuestro vecino. En la noche del 8 de noviembre próximo se sabrá si la ex primera dama será la primera mujer en ser la jefa de la Casa Blanca.

Pese a las doctas opiniones de los especialistas en cuestiones políticas estadounidenses –curiosamente en las últimas semanas han brotado en México infinidad de dichos “especialistas” como hongos de temporada– que aseguran que la postulación de la esposa del ex presidente Bill Clinton es “más de lo mismo”, y que sin atreverse a decirlo defienden al racista empresario Donald Trump y sus estúpidas propuestas, y no obstante la longevidad de la democracia de EU, los permanentes problemas raciales y las desigualdades socioeconómicas que continúan presentes en la comunidad estadounidense, serán, de hecho, elementos primordiales en la campaña electoral en marcha. Campaña que, se anticipa, será una de las más negativas y populistas, en el peor sentido del término, de la historia del Tío Sam.

Varias son las razones. Una de las más notorias es que el PR designó –pese a la oposición de muchos republicanos de viejo cuño, en lo ideológico y en la militancia, como la familia Bush, padre e hijos y otros conocidos miembros del partido del elefante–, a un candidato claramente xenófobo, racista y misógino, que aparte sufre problemas de personalidad según afirman varios de sus más cercanos colaboradores, incluso “escritores fantasmas” que le escribieron alguno de sus libros de mayor éxito editorial cuya firma de autor se apropió bajo el pago de estipendio. Asimismo, la desigualdad social y económica es, además del problema racial, el principal que enfrenta el “último imperio” y el que –como han puesto de relieve en sus planteamientos absolutamente diferentes las campañas del senador Bernard (Bernie) Sanders y Donald Trump– más preocupa a los estadounidenses. Lo que van a definir en las urnas los ciudadanos del otro lado de la “border” en menos de cien días, no es cualquier cosa. Por bien de todos, propios y extraños, hay que esperar que los gringos no se equivoquen. Lejos del oportunismo de los “especialistas mexicanos”.

El reto al que se enfrenta Hillary Clinton –que al final de cuentas logró que la convención de los demócratas no se convirtiera en una “cena de negros”, y de desunión por su enfrentamiento con el senador Sanders que terminó por brindarle su apoyo–, fue explicado hábilmente por el presidente Barack Obama como orador de lujo en Filadelfia. El mandatario mulato defendió a carta cabal a Hillary (al fin y al cabo el triunfo de ella representará un “tercer mandato” para Obama), frente a la militancia demócrata y ante todo el país. Horas antes, Michelle Obama había hecho lo propio en la misma convención.

Ni qué decir del ex presidente Clinton, esposo de la  abanderada demócrata. La serie de oradores fue de primera línea. Muy diferente a la de los republicanos. El senador Ted Cruz, incluso se abstuvo de pedir a los republicanos que votaran por Donald Trump. Los demócratas, con Obama a la cabeza, sabían que de lo que se trataba en su convención:  unir a los estadounidenses bajo aquellos valores que mejor representan el “sueño americano”, con una igualdad real ante la ley y de disfrutar, al parejo, la prosperidad. Por lo menos, en la convención del PD hubo menos odio que en la del PR.

Los argumentos de Barack Obama para hacer campaña por Hillary, en una decisión presidencial sin precedentes, son claros. En principio, es el mandatario estadounidense con más popularidad a estas alturas de su gobierno desde el propio Bill Clinton. Asimismo, pese a lo que tratan de demostrar en público, Obama y Hillary no son los “mejores amigos del mundo”, pero ambos son personajes cerebrales que no “suelen dejar que sus emociones se interpongan en el camino de su ambición”. El discurso del presidente Obama giró en torno a muchas cuestiones, pero dejó claro algo que sus rivales, sobre todo los seguidores del senador Bernie Sanders, que inopinadamente en la campaña de las primarias se convirtió en el líder del ala izquierdista del PD, preferirían no recordar: Hillary Clinton fue miembro relevante del equipo de colaboradores más directo de la Casa Blanca durante los primeros cuatro años del gobierno del primer afroamericano en ocupar ese puesto. Y ése es el gran activo de la madre de Chelsea: la gente la detesta cuando está en campaña, pero la quiere y la respeta cuando ocupa un cargo como el de Secretaria de Estado.

Así, la actual campaña para la Presidencia de EUA se estructura como “la de los Clinton y los Obama contra Trump”. No sólo en cuestión de “marketing”, sino de eficacia política. Y vaya que la tienen los Clinton y los Obama: ambos jefes fueron reelegidos. En total suman dieciséis años de gobierno. Ahora, la última convención dejó muy claro que el PD es el partido de Obama. No solo por la popularidad del presidente, sino porque la coalición que él forjó en 2008 continúa siendo la columna vertebral de la organización demócrata: blancos con un nivel de educación medio y alto (los mismos que apoyan a Sanders), negros (eufemísticamente llamados afroamericanos), latinos (los hispanos) y asiáticos.

Obama reforzó el componente de las minorías étnicas, a cambio de perder casi totalmente el de la clase obrera blanca que tradicionalmente era demócrata y ahora campea con Trump por aquello de “que la inmigración ha quitado trabajo a los blancos”. Mientras son peras o manzanas solamente Obama puede reforzar esa coalición. Hillary lo sabe y sin duda lo aprovechará, lo que supone un cambio en la tradición política de EUA, donde el presidente saliente no suele hacer campaña en favor de su sucesor. Es decir, un cambio de paradigmas. Por ejemplo, en 2000 Al Gore no quiso que Bill Clinton participara en la campaña presidencial para evitar verse asociado a los escándalos del entonces presidente (“remember” Mónica Lewinsky), en una decisión que probablemente le costó las elecciones. El cambio no está exento de riesgos, porque la popularidad de Obama contradice el hecho de que los estadounidenses, tanto demócratas como republicanos, creen que el país no avanza en la dirección correcta, aunque los datos demuestren lo contrario. Esto plantea la duda de si Barack Obama es popular por sí mismo o simplemente porque, cuando se le compara con la competencia –Trump y Hillary incluidos–, aparece como un gigante.

Las cartas en esta ocasión no benefician claramente a uno u otro competidor. Las personalidades de Trump y de Hillary son muy diferente a la de Barack Obama. Los electores deben elegir entre un personaje glacial –y, en público, antipática para muchos, incluyendo demócratas–, Hillary Clinton (“la mejor calificada para el puesto” según dicen la pareja de los Obama; Bill y Chelsea, esposo e hija respectivamente, y Bernie Sanders), y un hombre que es en sí mismo un “showman” corriente: Donald Trump, que cree que las cartas están marcadas a su favor. Por lo mismo, Hillary necesita a Obama y a toda la ayuda que éste pueda darle, incluyendo al vicepresidente Joe Biden y a la primera dama Michelle. Las tornas del tiempo, el enemigo de 2008 se convirtió en el principal aliado de 2016. Así es la política.

Hillary nunca la ha tenido fácil, su carácter fuerte siempre ha generado incomodidad entre los sectores más conservadores de la sociedad de EUA que recelan de las mujeres que asumen lo que ven como un rol masculino.

Cuando más se le atacó su condición de mujer fuerte fue durante la campaña que llevó a su marido Bill Clinton a la Casa Blanca en 1992. Nunca quiso asumir el papel tradicional  de las esposas de los candidatos, ella era una abogada con impresionante carrera, y no quiso ser simplemente “la mujer de…”. Hizo un comentario que abrió la caja de los truenos : “Supongo que podría haberme quedado en casa, hornear galletas y tomar té, pero lo que decidí fue mantener mi profesión”, afirmó en tono altivo y con la cabeza bien alta. Por eso la ex primera dama podría regresar a la Casa Blanca y mandar al país desde el escritorio del Despacho Oval.

“Cuando no hay techo, el cielo es ilimitado”, dijo Hillary al asumir oficialmente su candidatura el jueves 28 de julio en el abarrotado recinto de la convención demócrata, e incorporó un juego de palabras que usó el presidente Obama un día antes: “don´t boo, vote” (“no abuchees, vota”)…Ahora, Estados Unidos se enfrenta de nuevo a la hora de la verdad”. VALE.