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La realidad, la terca realidad, termina imponiéndose y los iguala en la desventura.
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Otra vez

Una vez más, como acontece cíclicamente casi cada año, la fuerza destructora de los fenómenos de la naturaleza, además de recordar al hombre su tamaño, lo infinitesimal de su existencia, en el caso de nuestro México exhibe las verdaderas condiciones en que sobreviven grandes núcleos poblacionales de nuestros compatriotas.

Las imágenes de los daños ocasionados por los ciclones Earl y Javier volvieron a desnudar ante la nación entera la miseria y precariedad en que viven y arrastran su existencia muchos mexicanos que sufren condiciones lacerantes de pobreza e incluso de miseria. Y en ambos casos, los fenómenos climatológicos se degradaron y terminaron en tormentas tropicales.

Y aquí no es posible, como argumentan algunos, que existan varios Méxicos. En el caso de Earl, se gestó en el mar Caribe y luego cruzó por la zona sur de la península de Yucatán, para posteriormente golpear Tabasco, Veracruz y Puebla. Esto es el sureste, tradicionalmente considerado como una de las regiones geográficas con condiciones de pobreza extrema y multidimensional.

El huracán Javier se ocasionó en el Pacífico y afectó Michoacán, Jalisco, Sinaloa, Nayarit, Colima y Baja California Sur, y esa zona está —dicen algunos— habitada por gente, digamos, distinta, con mejor nivel, en lo posible con mejores condiciones de vida, con posibilidades más diversificadas de ingreso. La realidad, la terca realidad termina imponiéndose y los iguala en la desventura.

Es cierto también que si se elaboraran mapas, con localizaciones precisas de pobreza y deterioro ambiental, éstas coincidirían, y si les superponemos un tercero con zonas usualmente afectadas por este tipo de eventos naturales, volverían a coincidir. Lo lamentable del caso es que lo sabemos, y las acciones de política pública no han sido bastantes ni suficientes para paliar los graves daños que ocasionan a la población. Y les afecta por igual en el sureste que en el noroeste. En el Atlántico y en el Pacífico.

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El balance es desalentador de principio, nuevamente tenemos que lamentar decenas de pérdidas de vidas humanas, millares de damnificados que perdieron sus viviendas, sus enseres domésticos, sus animales de traspatio, en suma, su escaso patrimonio, producto de toda una vida de esfuerzo. Y luego, cuando esto ya no sea noticia, seguirán sufriendo e incansablemente buscando remontar una vez más la adversidad.

Tampoco debe negarse que la respuesta de casi todos los ámbitos de gobierno es relativamente rápida y se acude primero de manera preventiva a desalojar a quienes habitan en zonas de mayor riesgo. Y posteriormente en socorro de quienes quedan incomunicados, para rescatarlos; se preparan albergues, se reparten alimentos, agua, cobijas. Se reparan los servicios básicos, agua potable y luz eléctrica, todo coordinado por el Ejército Mexicano.

Y también nuestros compatriotas con su sabiduría ancestral han creado su propia cultura de prevención y reacción ante estos desastres ocasionados por la fuerza ciega de la naturaleza y cuya afectación crece irremisiblemente por la mano destructora del hombre. Porque tampoco puede negarse que por el desmonte irracional de bosques y selvas acabamos con las zonas costeras de amortiguamiento de vientos y lluvias, crece la erosión y los deslaves, se azolvan ríos, presas y lagos.

El problema de fondo que no puede ni debe soslayarse es la enorme desigualdad social que se evidencia con los miles de compatriotas que carecen de vivienda digna, que conviven hacinados, que carecen de ingresos suficientes y, por si fuera poco, cada cierto tiempo, pierden sus cosechas de autoconsumo, sus animales de traspatio, sus caminos. En fin, se ven afectados en su vida diaria.

Es urgente una política pública integral que coordine las acciones dispersas del accionar gubernamental.

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