LA GRAN GUERRA Y SUS SECUELAS

 

Cuando estalló la guerra en el verano de 1914, la mayoría de las capitales europeas se llenaron brevemente de multitudes de oficinistas patrioteros. Observadores menos emocionales se dieron cuenta de que había terminado una era, de que eran testigos de algo aterrador y sin precedentes. El 4 de agosto de 1914 el novelista estadounidense Henry James escribió desde su casa de Inglaterra («bajo la negrura del estado de guerra general más atrozmente inmenso y súbito») a su amigo y colega el escritor Edward Waldo Emerson. Había ya cinco naciones en guerra e Inglaterra estaba a punto de unirse a ellas. James comentaba:

Ha llegado todo como por el salto de algún monstruo horrible que saliese de su guarida: lo tenemos encima, está sobre todos nosotros aquí, antes de que nos haya dado tiempo a girarnos. Me llena de angustia y de consternación y me hace preguntarme si es para esto en realidad para lo que he llegado a la vejez, si es esto lo que todo el pasado ostensible o relativamente sereno, todo el pasado supuestamente de progreso, de nuestro siglo, ha significado y a lo que ha conducido. Es como una traición a todo aquello en lo que uno ha creído y por lo que ha vivido. Es como si las terribles naciones no pudiesen evitar alzarse de pronto en una convulsión de horror y de vergüenza. Uno decía eso ayer, ay […] pero es ya evidentemente demasiado tarde para decirlo hoy […] Me trae a la memoria el comienzo de las hostilidades del periodo de guerra de nuestra juventud […] pero aquí todo el asunto está más cerca, más sobre nosotros, es más inmenso y se produce todo en un mundo más denso y más refinado.

En 1914 se congregaron tras las banderas millones de hombres de un extremo a otro de Europa. Acabaron muertos y mutilados en cantidades inconcebibles, los vivos mezclados con los muertos en cenagosos pozos infernales, en un combate por conseguir o por impedir que Alemania ganara su primera apuesta del siglo XX por la hegemonía. Desde la década de 1860 los hombres de Estado de Europa habían aprendido a vivir con las consecuencias de las guerras breves pero limitadas de la unificación alemana, que muchos aprobaban como un proceso internacional positivo en una parte de Europa sobre la cual los extraños tenían pocas ideas negativas preconcebidas. Pero en mitad del verano de 1914 más de una década de beligerancia errática de los dirigentes alemanes, que carecían de la habilidad diplomática y de la contención del canciller Otto von Bismarck, contribuyó a que se ex- tendiera entre los vecinos de Alemania el sentimiento de que había límites que no se le debía permitir sobrepasar. Por ello, un conflicto balcánico regional que afectaba a Austria-Hungría, aliada de Alemania, y a Serbia, apoyada por su patrón ruso, se convirtió rápidamente en una guerra primero continental y luego mundial.

El intento de la Alemania imperial de lograr el dominio continental por la fuerza de las armas se vio frustrado casi desde el principio. El alto mando alemán había planeado una guerra móvil que se coronaría con una victoria inicial aplastante, pero después de la batalla del Marne el conflicto degeneró en el oeste en una guerra de desgaste en medio de líneas de trincheras que se extendían desde Bélgica hasta la frontera suiza. El káiser Guillermo II, dándose cuenta de las profundas fisuras de la sociedad alemana, que según algunos historiadores influyeron en la decisión inicial de ir a la guerra, proclamó una «tregua civil» (o Burgfrieden). Los conflictos internos, religiosos, sociales y políticos debían ponerse en animación suspendida, ya se resolverían milagrosamente mediante una victoria alemana, que a su vez preservaría el status quo social y político autoritario interno de las exigencias generalizadas de liberalización. Las enormes tensiones de más de cuatro años de guerra total dejaron esta tregua social hecha jirones.

El historiador británico Michael Burleigh.

El historiador británico Michael Burleigh.

En contra de lo que esperaban los dirigentes alemanes, las privaciones de la guerra total entre las principales economías industriales exacerbaron tensiones sociales preexistentes y generaron nuevos agravios y resentimientos. La actividad bélica industrializada distorsionó enorme- mente la economía alemana, convirtiendo en humo cantidades enormes de recursos materiales y humanos, sin ninguna ventaja estratégica determinable, salvo abrir sin cesar cráteres en campos de batalla de Flandes que habían sido ya arrasados. Los costes financieros eran tan insoportables como el número de muertos. Un bloqueo naval aliado de creciente eficacia redujo los ingresos públicos procedentes de derechos de aduana, mientras que los acaudalados paralizaban la introducción de un derecho al voto más equitativo en los parlamentos locales de los Estados, junto con los regímenes fiscales más justos que las habrían acompañado. La recaudación fiscal no cubrió más que un 14 por ciento del gasto público durante casi cinco años de guerra. Así que el gobierno imperial financió la guerra con préstamos, en forma de bonos de guerra adquiridos por ciudadanos patriotas que se redimirían mediante las inmensas indemnizaciones que se exigirían a los adversarios derrotados de Alemania. Como llegó un momento en que hasta este patriotismo pecuniario no fue suficiente ya para cubrir la escalada de los costes bélicos, el gobierno alemán se limitó a imprimir más dinero, lo que disparó la tasa media anual de inflación, que pasó del 1 por ciento en 1890-1914 al 32 por ciento, una cifra que no incluía los efectos de un floreciente mercado negro. En 1918 el marco alemán había perdido tres cuartos de su valor de antes de la guerra.

La prolongación de la actividad bélica industrializada tuvo también graves repercusiones sociales, aunque las clases más castigadas por la guerra fuesen a menudo sus partidarios más acérrimos. En 1917 había desaparecido un tercio de los talleres artesanos del país, bien porque sus propietarios habían sido llamados a filas, bien porque carecían de materias primas, consumidas vorazmente por inmensas plantas industriales a las que se otorgaba una prioridad justificada por eficiencias de escala. Los tenderos no podían competir con fábricas que vendían barato y directamente a sus propios trabajadores. Los salarios de administrativos y funcionarios se estancaron, a diferencia de los abultados salarios de los especialistas de las industrias relacionadas con la guerra, y a menudo no alcanzaban a cubrir unos precios en ascenso. La afluencia de mujeres a estas ocupaciones hizo disminuir aún más los salarios. Los que hacían trabajos que se consideraban superfluos para el esfuerzo bélico se hundieron en la pobreza; la gente considerada gravosamente improductiva, como los pacientes psiquiátricos, morían de enfermedad y desamparo, pues se les asignaba prioridad baja según criterios de selección bélicos. Un porcentaje de la población en constante aumento pasó a depender del apoyo estatal o local, sus escasos medios desbaratados por la escalada imparable del coste de la vida. Proliferaban las huelgas en una fuerza de trabajo que se iba radicalizando, desarraigando, que era joven y crecientemente femenina, a pesar del hábito del gobierno de incorporar a filas o encarcelar a los cabecillas, una política que también se siguió durante la guerra, claro, en Inglaterra, donde el número de huelguistas era significativamente mayor que en Alemania.

Los trastornos del periodo bélico tuvieron también consecuencias menos tangibles. Los moralistas apreciaron un aumento de la delincuencia, los divorcios, la descortesía, la sexualidad desbocada, las enfermedades venéreas y el número de jóvenes sin padre con demasiado tiempo y dinero en sus manos. La escasez de viviendas, consecuencia de una disminución del trabajo de construcción no esencial, provocó unas condiciones de vida de hacinamiento y una pérdida de la intimidad o de la vergüenza. La guerra contribuyó a lo que un observador llamó una «moratoria de la moral» en el comportamiento personal, al ser al mismo tiempo necesario y legítimo salir adelante por cualquier medio, por muy turbio que fuese.

El floreciente mercado negro socavaba los criterios convencionales de honradez, de compensaciones debidas por un duro día de trabajo, y de quién era el que tenía mayor derecho a ciertos bienes. El corolario fue un resurgir de ideas casi medievales de un «justo» precio, con los especuladores ocupando el lugar de los usureros medie- vales en el folclore del periodo bélico. Los campesinos procuraban eludir los controles del Estado mediante el sacrificio ilegal del ganado y el mercado negro; los famélicos consumidores urbanos caían sobre los campos de cultivo entregados al forrajeo de alimentos y saqueaban en ocasiones trenes de suministros. Los agricultores que habían acogido gratuitamente a millones de niños urbanos evacuados se tomaban muy a mal, como es lógico, el añadido de estas incursiones. Lo que para los consumidores urbanos equivalía a una actuación positiva del Gobierno conducía a controles burocráticos rigurosos y a un régimen de inspección para los productores, por no mencionar prácticas tan ruines como denunciar a los que intentaban hacer un poco de dinero ilícito.

Como estas diferencias campo/ciudad ponían al descubierto las deficiencias de los propios mecanismos de distribución del Estado alemán, el gobierno perdió credibilidad entre los ciudadanos, acostumbrados a una administración de eficiencia legendaria. Artesanos, labradores y tenderos se consideraban víctimas impotentes de la complicidad corporativista de los trabajadores y los grandes grupos de intereses, con lo que la patética situación del «hombre pequeño» llegaría a ser un estribillo constante en los años futuros. La cuestión de quién estaba combatiendo y quien se hacía el maula adquirió tonos raciales, lo que condujo en 1916 a un ignominioso «conteo de judíos» por parte del Ministerio de la Guerra, para comprobar si era cierta la tesis de que la cobardía se explicaba por la pertenencia a una etnia. Como la investigación demostraba lo contrario, acabó abandonándose. La presencia de hombres de negocios judíos en organismos que compraban materias primas en el extranjero, y del industrial de veleidades filosóficas Walter Rathenau como máximo encargado de materiales bélicos en 1914-1915, se utilizaron para dar la impresión de que mientras los demás morían los judíos estaban prosperando, lo que era una variante de un hábito más antiguo de asignar rasgos desagradables a los judíos para enaltecer la propia virtud, una práctica no exclusiva de la Alemania moderna. Como comentaba un rabino de Leipzig: «Se llama patriotismo si los beneficios se obtienen con cañones o planchas blindadas, pero traición si es con huevos o con medias». En realidad estas afirmaciones de que los judíos estaban haciéndose los maulas queda- ría desmentida por el testimonio lapidario de doce mil muertos de guerra en los cementerios judíos de Alemania, donde las familias pro- clamaban su orgullo por aquellos que habían caído por el Káiser y por la Patria.

Pero la minoría judía no era la principal preocupación de la mayo- ría de los alemanes. Se estaban fomentando por toda Europa «antiguos» odios. Al principio a los ingleses cultos les horrorizaba alinearse con la atrasada Rusia zarista contra el país del doctorado en filosofía tan admirado. Al cabo de unos años, clamarían pidiendo la sangre del huno «brutal», pretenderían extirpar un militarismo prusiano fácilmente caricaturizado con su cabello corto en brosse, cicatrices de duelos y monóculos. En la propia Alemania, las enemistades fueron centrándose gradualmente en ideas estereotípicas similares, de Inglaterra como el hogar del rapaz capitalismo «manchesteriano», o de Francia como la encarnación de las ideas que representaba la fecha de 1789, o como el hogar de una civilización de «can-can» que a los devotos de la alta Kultur les parecía irremediablemente frívola. Entre los intelectuales alemanes de una mentalidad ya antiliberal se pusieron de moda escritores que eran rabiosamente antioccidentales, como el novelista ruso Fedor Dostoievsky. A medida que iba prolongándose la guerra estos odios empezaron a desviarse hacia objetivos situados dentro de la propia Alemania. Los alemanes meridionales, relativamente liberales y antimilitaristas empezaron a achacar a la casta militar dirigente de Prusia la prolongación de una carnicería insensata.

El curso detallado de la guerra no tiene por qué preocuparnos. Sólo es importante para esta historia cómo terminó. La paz de Brest-Litovsk, que Alemania impuso al régimen bolchevique ruso en marzo de 1918, en virtud de la cual este último cedió inmensos territorios en el oeste a cambio de la posibilidad de consolidar su disputado control de la sociedad rusa, permitió a Alemania agrupar tropas para un ataque contra los aliados occidentales, que incluían desde 1917 a los Estados Unidos de América. Pero esa ofensiva final de primavera quedó paralizada cuando los aliados, reforzados con un millón de soldados norteamericanos, contraatacaron en el verano. La presencia de esas fuerzas, y los enormes recursos industriales que las apoyaban, tal vez tuviesen un efecto desmoralizador en las tropas alemanas, sobre todo teniendo en cuenta las ideas del presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, que estaba empeñado en conseguir un mundo más justo, en el que disminuyese considerablemente la posibilidad de conflictos tan devastadores. Los aliados de Alemania, primero Austria-Hungría, luego Bulgaria, empezaron a abandonar la nave, buscando condiciones de paz propias por separado.

 

El Tercer Reich

 

 

>Fragmento del libro “El Tercer Reich. Una nueva historia”, de Michael Burleigh (Taurus, 2016). Agradecemos a la editorial por las facilidades otorgadas para su publicación.