En Nueva York no hay segundas oportunidades

 

A mi hermana mayor, Lauren, le gusta contar una historia en la que yo soy la protagonista. Un día de verano, toda nuestra familia estaba en la piscina de casa, en el jardín. Yo solo tenía un año y medio y no sabía nadar, de manera que me aguantaba de pie sobre los hombros de mi padre. Mis tres hermanas mayores y mi madre chapoteaban a nuestro alrededor. De repente, sin decir una palabra, flexioné las rodillas y salté al agua. Mis hermanas se quedaron asombradas. Mi padre dijo que me soltó porque estaba seguro de que no me pasaría nada. Cuando salí del agua, sonreía.

La casa de los Addario, en Westport, Connecticut, era un caleidoscopio de travestidos e imitadores de los Village People, un refugio para gente que no era aceptada en ningún otro sitio. Mis padres, Phillip y Camille, ambos peluqueros, tenían un salón de mucho éxito que se llamaba Phillip Coiffures, y a menudo se traían a casa a empleados, clientes y amigos. Crazy Rose, una antigua empleada que era maníaco-depresiva, pasaba la mayor parte de los días en casa fumando como un carretero y soltando incongruencias. Veto, un mexicano abiertamente gay (algo muy raro a finales de los setenta), decía a mis hermanas que le pidieran canciones de algún musical, y las interpretaba en el piano del salón. Cuando mis hermanas y yo llegábamos a casa del colegio, con frecuencia nos saludaba Frank, al que llamábamos tía Dax, vestido de mujer y engalanado con una boa de plumas. En verano, mis padres traían dos DJ de Long Island para que pusieran discos de Donna Summer y los Bee Gees. Aperitivos, los bloody mary y botellas de vino circulaban en torno a la piscina, así como sedantes, marihuana y cocaína. El tío Phil, con el entrecejo fruncido, aparecía a veces vestido de gala para celebrar una falsa boda en el jardín. Parecía que de allí no se iba nadie. Nunca se me ocurrió que todo aquello fuera extraño, porque así era nuestra casa.

Éramos cuatro hermanas, Lauren, Lisa, Lesley y yo; solo nos llevábamos dos o tres años entre nosotras. Yo era la pequeña, y pedía auxilio a Daphne, nuestra querida niñera jamaicana, para que me rescatara cuando Lisa y Lesley me pegaban, o me metían pegatinas en relieve por la nariz. Nuestra casa era confusa y anárquica. Durante un día normal, de diez a quince chicas adolescentes correteaban por el jardín, atacaban el inacabable alijo de comida basura que se almacenaba en los armarios de la cocina, se bañaban en pelotas en la piscina y dejaban toallas húmedas y ropa interior por todas partes, en el suelo y en el césped. Se nos oía chillar por toda la calle cuando nos subíamos bien alto el bañador, nos untábamos el culo con aceite Johnson’s para bebés y nos tirábamos por el enorme tobogán azul.

La fotógrafa Lynsey Addario.

La fotógrafa Lynsey Addario.

 

Mis padres eran una pareja bronceada y sonriente. Nunca los oí alzar la voz, especialmente el uno al otro. Mi padre, que era muy alto —metro ochenta y cinco—, llamaba a mi madre «muñeca». Ella siempre se hacía amiga de alguien, o acogía a alguna persona bajo su protección. En Main Street, en Westport, no podíamos andar dos pasos sin que alguna de sus clientas nos parase y me examinara atentamente, como si yo pudiera reconocerla.

—Pero qué mayor estás… Te conozco desde que eras así de pequeña —decían, señalándose con un gesto las rodillas. Todo Westport me vio crecer gracias a las historias que contaba mi madre. Todos los días alguien me decía que tenía una madre «maravilloooooosa».

Mi padre era más callado, un hombre introvertido que si se veía obligado a relacionarse con alguien, hablaba con una sola persona durante horas. Pasaba la mayor parte del tiempo fuera, en su rosaleda (cien rosales de más de veinticinco especies distintas), o en su invernadero de dos pisos, lleno de helechos, aves del paraíso, jazmines, camelias, gardenias y orquídeas. Cuando quería encontrarlo, seguía la larga manguera de jardín hasta los charcos de agua que se formaban en torno a los desagües del suelo de ladrillo rojo del invernadero.

Nunca me di cuenta del ingente trabajo que requerían sus flores, porque le hacían muy feliz. Aun después de una jornada de diez horas cortando el pelo, estaba hasta altas horas de la madrugada en el invernadero, cuidando las plantas como si fueran niños pequeños. Observándolo, intentaba comprender qué era lo que cautivaba tanto su atención en aquellas plantas. Él me conducía a través del laberinto de macetas gigantescas y me enseñaba el mandarino diminuto que siempre tenía unos frutos suculentos, o las orquídeas que florecían a partir de unos semilleros que había hecho traer de Asia o de Sudamérica; las cultivaba en trozos de corteza, como si estuvieran en sus selvas tropicales nativas.

—Esta es una Strelitzia reginae, también conocida como ave del paraíso —me decía—. Y esta, un Gelsemium sempervirens, un jazmín de Carolina, y aquella un Paphiopedilum fairrieanum, la orquídea zapatito de Venus.

Los nombres eran largos, una inacabable corriente de vocales y consonantes que yo no entendía. Pero me maravillaba su conocimiento de algo tan ajeno, y me preguntaba por qué aquel trabajo tan extenuante le producía una alegría tan misteriosa.

El 27 de septiembre de 1982, cuando yo tenía ocho años, mi madre nos metió a mis tres hermanas y a mí en su furgoneta, nos llevó hasta el aparcamiento de la peluquería y apagó el motor. Había elegido aquel lugar porque era su segundo hogar, y por tanto era terreno neutral para ella y para mi padre.

—Vuestro padre se ha ido a Nueva York con Bruce —dijo—.

Y no va a volver.

Había salido del armario.

Bruce, gerente del departamento de diseño de Bloomingdale’s, era uno de los muchos hombres que visitaban nuestra casa, cuando yo era pequeña. Una tarde, mi madre fue allí buscando a alguien que diseñara unas persianas para el invernadero de mi padre. Bruce vino a casa en el Mercedes de dos plazas a verlo, y se encontró con una tarde típica en el hogar de los Addario: varias ollas de comida en el fuego, y familia y amigos por todas partes, hablando y riendo en voz alta. Sintió de inmediato la calidez de nuestro hogar.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó—. ¡Qué casa más bonita! Bruce se había criado en una familia gélida en Terre Haute, Indiana, y lo sedujo la camaradería al estilo italiano de la nuestra. Era carismático, rebosante de talento y muy comunicativo, y mi madre y él se hicieron muy amigos. Salían por ahí juntos, de compras y entablando relaciones sociales, como si mi padre no existiera. Mis padres enviaron a Bruce a una escuela de peluquería para que se especializara como colorista, y le ofrecieron un lugar donde vivir en nuestra casa, cuando no quería volver a su apartamento en Nueva York después del trabajo. Bruce formó parte de la familia durante cuatro años.

#WorldRefugeeDay: Roughly 65 million people are currently displaced from their homes due to war and persecution, and 24 people are displaced each minute, according to the @unrefugees. This photo: Ismael, 25, from Zallingi, Darfur, is pulled out from underneath a truck by Greek border security during a search for illegal migrants trying to sneak from Greece to Italy at the port in Patras, Greece, July 14, 2014. Ismael fled the war in Darfur, and has been in Greece for roughly three months. He makes daily attempts to sneak out of Greece underneath and inside trucks at the port to try to reach the rest of Europe to make a life elsewhere. He says, ” I can stay three days without food in order to end my suffering here. When I left Darfur, I just saved my life, my soul. As long as nobody kills me, I am good. I want to apply for asylum.” Patras is a city full of migrants desperate to get out of Greece. Some have only recently arrived, and realize there is nothing for them there; some have been in Greece for many years, and realize now there is no longer a place for them, or little opportunity to succeed.

Una foto publicada por Lynsey Addario (@lynseyaddario) el


Fue en 1978 cuando mi padre se insinuó, mientras él y Bruce hacían un recado para mi madre. La aventura continuó unos cuantos años, antes de que mi padre fuera capaz de admitir que se había enamorado; había reprimido su homosexualidad desde que era adolescente. Su madre, Nina, llegó a la isla de Ellis en 1921 junto con miles de inmigrantes italianos. Trajeron con ellos sus prejuicios y su punto de vista católico y conservador. En los años cincuenta y sesenta, la homosexualidad se consideraba una enfermedad mental y era ilegal. Hoy en día mi padre sigue pensando que su madre lo habría metido en un manicomio, si hubiera salido del armario entonces. Cuando por fin reunió el valor suficiente para decirle que estaba enamorado de Bruce, ella le dijo: «¿Y no podrías fingir sencillamente que eres heterosexual?».

Yo era demasiado pequeña entonces para comprender por qué se iba mi padre. Fue algo que dedujimos solas, o supimos en el colegio. «Phillip Coiffures… gay… su padre es gay», oíamos susurrar a los niños por los pasillos. No recuerdo que las mujeres de la familia tuviéramos nunca una conversación sobre el hecho de que mi padre fuera homosexual. Parece ser que solo hablábamos de la vida de las demás personas.

Los fines de semana visitábamos a papá y a Bruce en su nuevo hogar, al final de un camino de casi un kilómetro junto a la playa de Connecticut. Lauren, la mayor de mis hermanas, se sentía abrumada por una sensación de traición. Dos años más tarde acabó el instituto y se fue a estudiar al extranjero, a Inglaterra. Lisa, Lesley y yo estábamos muy unidas. Durante los quince años siguientes, mi padre pareció desvanecerse de nuestra vida cotidiana. Yo superé casi todos los hitos de mi vida sin él.

Mi madre llenaba los vacíos: venía a ver mis partidos de softball del instituto entre cliente y cliente, me recompensaba con su admiración cuando traía un sobresaliente del colegio, y me aconsejó con mi primer amor. Ella tenía una capacidad de adaptación y aguante increíbles, un rasgo que había heredado de su propia madre, Nonnie, que había educado sola a cinco hijos, e intentó mantenerse firme y positiva con respecto a mi padre. Seguía repitiendo el mantra que tanto ella como mi padre siempre nos habían repetido: «Haz lo que te hace feliz y tendrás éxito en la vida», como si quisiera disuadirnos de cualquier sentimiento negativo sobre él, como si nada hubiera cambiado. Quizá porque así era como mi madre pintaba su separación, o quizá porque me crié toda la vida presenciando la tristeza de los marginados, el caso es que acepté que mi padre había encontrado la felicidad que anhelaba. Incluso hallaba consuelo en la idea de que él hubiera dejado a mi madre por un hombre, en lugar de hacerlo por una mujer.

Las fiestas de los fines de semana llegaron a su fin. Después de irse con Bruce, mi padre siguió en el negocio y mi madre le dio apoyo moral y financiero durante muchos años, pero el esfuerzo de continuar trabajando juntos resultaba difícil para todo el mundo. Seis años después de su marcha, mi padre y Bruce abrieron un nuevo salón, y la mayoría de los estilistas y clientes de mi madre se fueron con ellos. Ella se esforzó por mantener el negocio en marcha. Administrar el dinero nunca había sido su fuerte, y sin mi padre, no pudo seguir sosteniendo nuestro estilo de vida, que resultaba muy caro. La primera baja fue el Mercedes de dos plazas. Tampoco pudo pagar las facturas de nuestra casa ni las de los coches. Casi todos los meses nos cortaban o bien la electricidad, o bien el agua, o bien el agente de embargos venía a media noche y se llevaba nuestro coche. Cuando todavía iba al colegio, al amanecer yo solía mirar por la ventana para ver si el coche se- guía en la entrada o no.

Nos fuimos de aquella casa en North Ridge Road que contenía tantos recuerdos, y nos mudamos a una casa más pequeña, a unos kilómetros de distancia. Allí ya no había piscina ni un jardín enorme. Mis tres hermanas mayores se habían ido de casa para vivir por su cuenta, y mi madre y yo nos quedamos solas.

Fue más o menos cuando tenía trece años, en una de mis raras visitas de fin de semana a mi padre, cuando él me regaló mi primera cámara fotográfica. Era una Nikon FG; un cliente se la había regalado. El obsequio fue casual: yo la vi, le pregunté por ella, y él me la dio como si tal cosa. Me sentí fascinada por la tecnología de la cámara, la forma en que la luz y el obturador podían detener un momento en el tiempo. Aprendí lo básico en un viejo manual de «cómo fotografiar en blanco y negro», en cuya cubierta había una foto de Ansel Adams, del parque nacional de Yosemite. Provista de rollos de película en blanco y negro, largas exposiciones y sin trípode, me sentaba en el tejado e intentaba fotografiar la luna. Era demasiado tímida para apuntar con mi cámara a la gente, así que fotografiaba flores, cementerios, paisajes sin personas… Un día una amiga de mi madre, fotógrafa profesional, me invitó a entrar en su cuarto oscuro y me enseñó a revelar y a hacer copias de las fotos. Me maravillé al ver cómo apare- cían en el papel las naturalezas muertas de tulipanes y lápidas. Era algo mágico.

Yo hacía fotos obsesivamente, y perseveré al salir de la Universidad de Wisconsin-Madison, donde me especialicé en relaciones internacionales. Pero aun así, nunca soñé en hacer carrera en la fotografía. Pensaba que los fotógrafos eran gente rara, chicos ricos sin ambiciones, y yo no quería ser una de esas personas.

En el instante preciso

 

>Fragmento del libro “En el instante preciso. Vida de una fotógrafa en el amor y en la guerra”, Lynsey Addario (Roca Trade, 2016). Agradecemos a la editorial por las facilidades otorgadas para su publicación.