La palabra se anida en los recovecos de la memoria, la palabra como un significado, una presencia que nos recorre en los diversos sitios del sentir. La palabra es lo menos palpable y lo más firme en el ser. Así los significados de un símbolo, del discurso de las cosas, lo que está delante y que de un modo apenas perceptible aparece, un tanto como el lenguaje corporal, pues es fácil identificar alguna persona enojada, feliz, triste…, pero el sentir de alguien sobrepasa hasta al mismo individuo que lo vive.

Rubén Bonifaz Nuño dictaría en un poema: “Acaso una palabra/ tan sólo, sé decir: al despedirme,/ lo más mío de mí se precipita/ afuera, y busca y toma lo que amo”. Y lo lleva finalmente al “adiós” y todo lo que cabe en esa palabra, el gigantesco resumen de lo que contiene y el sabor de un adiós.

Las cosas, su presencia que traduce a un amplio mosaico de situaciones: una televisión, un cuchillo, una pistola…, eco de la noche, instante en el que el corazón es una isla para que ahí quepa todo lo que abraza/abrasa una despedida, sitio de enormes calles y donde aparecen infinidad de personas o escenas seleccionadas. Es, pues, el corazón uno de los lugares más amplios, es, para mi significado, donde no cabe la penumbra.

Las palabras y las cosas se ubican en un reflejo que los une, van en paralelo. Todo ello viene por un instante, un sueño donde alguien dictaba mi nombre, lo que se volvía como una punzada, algo incómodo, que llegaría a ser doloroso; luego aparecerían algunas cosas suspendidas y aquella misma voz hacía una analogía, por ejemplo, cuando pasó una pistola la voz dijo: “muérelo” o cuando un libro atravesaba lento la escena, la voz mencionó: “oculto”. Sin duda, algo inquietante que no desaparece, algo que me pertenece —porque lo sueños nos pertenecen…, ¿o no?—, y que descifrarlo no está en mis manos pero sí en mí, algo que me hace sentir que, como en el sueño, sigo en la levitación entre las palabras y las cosas.