La hipocresía exterior, siendo pecado
en lo moral, es grande virtud política.
Francisco de Quevedo
Hipócrita indignación
Como resultado de la falta de triunfos y, obviamente de medallas obtenidas por la delegación mexicana a la Olimpíada de Río, se ha desatado una tormenta, no precisamente deportiva, sino política.
Si queremos un contexto, deberíamos reconocer que todos aquellos que por razones de nuestro oficio de una u otra manera hemos estado en contacto con el opaco mundo del deporte olímpico en México, nos hemos enterado de la soberbia y en no pocas ocasiones de los abusos cometidos por los directivos de las federaciones de las distintas disciplinas deportivas.
Han sido muchos los encargados de la Confederación Mexicana del Deporte que han tenido desencuentros con el Comité Olímpico Mexicano, pero principalmente con los directivos de distintas federaciones.
Han intentado imponer cierto orden, pero no han podido, porque las organizaciones olímpicas sólo responden al Comité Olímpico Internacional. Y siempre han resistido cualquiera intervención gubernamental, salvo, claro, cuando se trata de recursos financieros, siempre bienvenidos, pero gastados sin rendir cuentas claras.
Ahora, cuando todos nos decimos desencantados ha estallado la tormenta política y se desatan innumerables críticas contra el actual director de la Conade, Alfredo Castillo, a quien no sólo se le responsabiliza por lo que ya se califica como un fracaso de los deportistas mexicanos, sino de haber ofendido el honor nacional.
Con todo respeto, son descarados ejercicios de hipocresía, pues como se dice líneas arribas, las tropelías federativas a los deportistas, las grillas, las intrigas y los feudos que en algunas federaciones se han perpetuado no son una novedad.

Por razones políticas estalló la tempestad. Por los tiempos políticos que corren, por el afán de rechazar todo lo que hace este gobierno y por el desahogo de una supuesta indignación popular en estricto rigor se ha organizado una turba de linchamiento contra Castillo.
Quien esto escribe tiene una sugerencia práctica, expedita. ¿Qué tal si construimos una carreta y transportamos en ella, encadenado, a Castillo, para conducirlo a alguna de las plazas públicas de la Ciudad de México?
Y luego, en la mejor tradición de la época del terror de la Revolución Francesa, ante la multitud de indignados, se le coloca en la guillotina… y asunto resuelto.
Se apaciguarían la hipócrita indignación y ya podría ocuparse la atención ciudadana en asuntos de verdad importantes de la nación, no en vulgares linchamientos políticos.
jfonseca@cafepolítico.com

