(Primera de dos partes)

 

Nunca supe escribir correctamente el nombre de Tchaikovsky. Cuando menos lo escribía de cuatro modos:

1) Sin la t inicial, y con y al final: Chaikovsky

2) Sin la t inicial, y con i al final: Chaikovski

3) Con la t inicial, y con y al final: Tchaikovsky

4) Con la sch alemana luego de la t inicial, y con y al final: Tschaikovsky

Su nombre se me resbalaba de las manos, pero no su música.

Personalidad devastada por la homofobia de quienes lo rodeaban, Tchaikovsky veía en sus contemporáneos seres humanos dispuestos a hincar en él los dientes de la infamia. Acostumbrado desde pequeño a ser señalado como una persona anormal —por su timidez, por su misantropía, por su melancolía—, su música corría la misma suerte. Era calificada como música más nociva que extraña, producto de las manos de un hombre que no daba dignidad alguna a la conservación de los valores rusos.

Para contrarrestar este efecto, y en la misma medida porque el compositor quería que tanto él como su música fueran aceptados en el núcleo mismo de la sociedad más homofóbica posible, Piotr Ilych Tchaikovsky contrajo nupcias. Una de sus muchas admiradoras le tendió la mano y él la hizo suya. Ante la consternación de sus amigos y seguidores, que los tenía, y muchos. A las cuantas horas de haberse casado, Tchaikovsky escribía: “Cuando se han vivido treinta y siete años de repugnancia al matrimonio, es penoso encontrarse, de la noche a la mañana, prometido a una mujer a la que no se ama… Me caso sin amor, pero lo hago porque las circunstancias no me han dejado elegir”. ¿Qué opinaría de esto su recién y flamante desposada?, que poco antes había pergeñado en su diario: “Como no puedo vivir sin usted, probablemente acabaré matándome… Déjeme que le dé un beso, uno solo, que me llevaré a un mundo mejor”. Si algo habría que reprobar de esta reacción del compositor es su falta de malicia. Eligió una carta de una admiradora —de una fan, diríamos hoy día— para acometer una acción que habría de acarrearle consecuencias, sobre todo en lo que se refiere a su imagen. Ninguno de sus allegados aprobó ese matrimonio. Al contrario, se echó encima el escarnio público. Para lo cual, la mujer puso lo suyo.

Como si la música hubiese sido su propia hija, Tchaikovsky habría puesto una mano en el fuego para que fuera aceptada a plenitud. Acaso por eso sus obras orquestales estaban imbuidas de ese vigor tchaikovskyano inconfundible. Un vigor que se desparramaba como la mismísima lava. Ése es uno de los grandes méritos de este enorme maestro: dotar a su música de una fuerza incontenible, que no sólo afectaba la conciencia de quienes la escuchaban sino que los inoculaba de pasiones tan genuinas y ardientes como el amor. En efecto, quien entraba a una sala de conciertos y escuchaba una sinfonía, un poema sinfónico, un concierto suyo, se sentía imbuido de un ardor, de una exaltación que crecía en su interior como un árbol incontenible. Esta prepotencia de Tchaikovsky acaso sea su dote magnífica y su oprobio. Porque cegaba el juicio de sus escuchas, y aun la música más mediocre imbuida de ese ardor, era calificada al instante como obra maestra que habría de trascender no sólo su marco histórico sino cualquier frontera en lo referente a la geografía y el tiempo. Esto obnubiló el juicio del autor. Y no porque lo ensoberbeciera el éxito —fenómeno que no alcanzaba a turbar sus confines humanos—, sino porque en el fondo de su ser se sentía reconfortado. Intuía que en la medida que su música fuera aceptada —muy por encima de lo que la crítica, fuera de amigos o enemigos señalara— él sería aceptado.