(Segunda y última parte)
Pero Tchaikovsky es más que la música. O más bien dicho: es la carne vuelta música. El espíritu indomable vuelto música. Como el mismo Beethoven que pretendía —y lo logró— quitarse de encima el estigma de la sordera, Tchaikovsky quería limpiarse el alma a través de la música. Quien lo veía, quien lo descubría en su radio de visión, lo señalaba como un homosexual porfiado —¡tal era la fama que pronunciaba su presencia!—, y los epítetos se derramaban a sus espaldas: “¡Teniendo todo y no puede corregirse! ¡No hace honor al sublime oficio de la música! ¡Por donde se le vea es vejatorio y denigrante!”.
Sin embargo, en la parcela de la música no es fácil toparse con acordes más contendientes, recios, poderosos que los suyos, sostenidos por pilares de dulces y redondas melodías. Al contrario de lo que vulgarmente se piensa, Piotr Ilych Tchaikovsky está muy lejos de ser autor lastimero, hombre que provoque lágrimas inocuas. La suya es música que empuja, que acomete, que invita a batirse a duelo, y no a llorar como plañidera de pueblo. Aunque de pronto perdía la puntería, y ponía el ojo en música muy lejana de la excelencia musical. Pero eso es cosa de mérito y no de degradación. Porque lo hacía impelido por la enjundia. Nadie está obligado a ponerse de rodillas ante la perfección. La música salía de su alma sin pasar por debajo del puente de la autocrítica —tal vez por eso denostaba tanto de Brahms, que no publicaba una nota si no era aprobada por la más severa autocrítica.
¿Habrá mejor ejemplo del ímpetu del temperamento de Tchaikovsky que su Concierto para violín, que sus poemas sinfónicos Francesca da Rimini, Voyewoda, La Tempestad?, ¿o bien que su profético Segundo Concierto para piano?
Nada hay escrito en su obra que refleje el alma torturada de una vida. Ni siquiera la Sinfonía Patética. Palabras más, palabras menos, extrae del oyente la miseria humana pero asimismo el espíritu redentor, la ignominia de la podredumbre, todo el universo de la oscuridad; pero asimismo esa dosis de irreverencia y atrevimiento a que aspiran los más grandes.
Piotr Ilych Tchaikovsky era dueño absoluto de los dos elementos básicos sin cuyo dominio no es posible modificar el alma de ningún hombre: la melodía y el ritmo, pilares que Beethoven llevó —quién no lo sabe— hasta sus últimas consecuencias. ¿Por qué entonces es tan magra la música telúrica de Tchaikovsky, y tan vasta su producción irrelevante? A la vista del horizonte no hay más que una respuesta: Madame Von Meck.
Esta mujer fue la mecenas de Tchaikovsky. Viuda, heredera de las vías ferroviarias de Rusia, vio en su música —oyó en su música, sería más apropiado decir— la fuente de la vida, el anhelado torrente de emociones, los cuerpos entrelazados, o, mejor que eso, los espíritus en cópula. Sin pecar de panegírico, podría afirmarse que el compositor vio en ella no la amistad de otro hombre, no el amor platónico que provoca una mujer idealizada —o un hombre idealizado—, sino su otro yo. Su álter ego. ¿Y cómo podía ser de otro modo? No sería trivial afirmar que todo lo que Tchaikovsky anhelaba de la vida, Madame von Meck lo tenía a flor de piel: comprensión, ternura a manos llenas, juicio, intuición. Alegría de vivir. Generosidad. Discernimiento de la belleza. Amor por la música. Alguna vez, le pidió a Tchaikovsky una pieza para violín y piano que llevara el romántico nombre de Reproche. La petición iba acompañada de las siguientes palabras: “Yo quiero que mi reproche a mí sea absolutamente personal. Que me pinte a mí misma y a nadie más, la naturaleza o el destino. Es menester que traduzca un intolerable sentimiento moral (…) Es menester que se perciba en la música el corazón roto, la fe pisoteada, el orgullo herido, la felicidad perdida, en resumen, todo lo que los hombres quieren y se les frustra implacablemente. Quisiera también que expresara la impaciencia, el abandono a la desesperación, la impotencia del alma e incluso la muerte. Nada podría expresar todo eso con más elocuencia que la música y nadie sabría comprenderme mejor que usted”. Imposible negar que Tchaikovsky recibiría cantidad de peticiones semejantes. Pero las palabras de Madame Von Meck iban acompañadas de rublos en oro. Y qué bueno que lo tuvo. Ambos. Uno para dar. Y el otro para recibir. En fin. Que puso a los pies de su mecenas, más música que flores tiene un jardín. Como un modo de retribuir a la generosidad, se entiende. Aunque no siempre bajo el filo de la autocrítica.

