Escuché hace unos días, en Radio Educación, a un profesor de la UNAM diciendo que los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro son “la gran metáfora” de la sociedad capitalista contemporánea. Claro que incluyó a China y a Rusia. Y es que no estaba solamente ligando capitalismo a sistema financiero, sino a lo que el filósofo Byung-Chul Han definió, en La Sociedad del Cansancio (Herder, 2014), como “el sujeto de rendimiento”.
Se trata de una persona que vive en guerra consigo misma; que trabaja denodadamente para alguien que no conoce, que se ejercita en la irreflexión y que termina aburriéndose por su incapacidad para la reflexión, la contemplación, la escucha y la “falta de Ser”.
Viendo a los grandes atletas que se tiran del trampolín, cruzan como torpedos la alberca, pedalean sin sudar 141 kilómetros o corren 100 metros por debajo de los 10 segundos, uno piensa que son de otro planeta. Pero luego se inmiscuye en sus vidas privadas y se da cuenta que son producto de la tecnología del deporte, de la absorción del mercado: que son marcas que representan marcas.
Cierto: hay un componente nacional legítimo que hace derramar lágrimas al número uno del mundo profesional del Tenis cuando es eliminado en la primera ronda. Sin darle medalla a su país. Cierto, la madre del nadador Phelps llora cada vez que su hijo gana una medalla de oro (lleva tantas que su madre debe tener una aljibe en los lagrimales). Pero detrás hay millones de dólares invertidos. Y toda inversión busca un retorno.
El llamado “espíritu olímpico” hace tiempo que se dejó en la estacada. Hace tiempo que los millonarios del deporte se roban el oro, la plata y el bronce. Auspiciados por firmas comerciales, por gobiernos comunistas o por mecenas locales, los deportistas de élite ganan y ganan, dejando a los demás un par de migajas. Como en el orden global. O en el desorden global. En las Olimpiadas se acabó el espíritu de competencia. En la política se acabó la moral. Todo es ganar. Y sucede que solamente tres suben al podio. Casi siempre los mismos.

