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Los mexicanos más jodidos no experimentarán la sensación de bienestar que produce la barriga llena.
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Soñar no cuesta nada

El Instituto Nacional de Estadística, Geografía  e Informática o como se llame ahora el INEGI, tuvo épocas de gran eficiencia y prestigio. Captaba y procesaba datos para saber cuál era el estado del país, de su gente y su riqueza. Hoy, sin embargo, parece que se le quiere convertir en una oficina de propaganda gubernamental que difunda versiones que serían reconfortantes, de no ser tan evidentemente falsas.

Hace unos días, el INEGI salió con la malhadada ocurrencia de que la pobreza ha disminuido más de 30 por ciento, suponemos que en este sexenio. La información movería a risa si no fuera tan indignante, pues cualquier ama de casa podría decirle a Julio Santaella, director del instituto de marras, en qué proporción se ha encogido el gasto doméstico, cuánto compraba hace tres años y cuánto compra ahora.

La ilusoria reducción de la pobreza es hija de una modificación en la metodología del INEGI. Se sabe que Rosario Robles había comentado que los datos oficiales no correspondían a los avances logrados gracias a los programas sociales, ésos que regalan despensas y venden esperanzas nunca cumplidas.

El sucesor de Rosario, José Antonio Meade, debió estar aún más interesado en que se cambiaran las normas de procesamiento de datos para obtener resultados optimistas, pues de eso depende que ese señor mantenga sus esperanzas de llegar a la grande, de ser candidato presidencial del PRI.

pobreza

En este contexto, es del todo explicable que el INEGI alterara su forma de evaluar la información. Lo que sorprende no es que la pobreza haya disminuido —imaginariamente, por supuesto— en un 30 por ciento. Lo que debió hacer Santaella es suprimir la pobreza y presentar a todos los mexicanos como clasemedieros, pues ya se sabe que los cambios de percepción generan transformaciones reales o al menos eso creía Hegel.

Ya puestos en el camino de convertir en realidad estadística los buenos deseos, bien se pudo atribuir a cada mexicano una fortuna millonaria, suficiente para tres comidas diarias, auto de lujo, departamento en Nueva York y casa en la Costa Azul francesa. Total, soñar no cuesta nada.

Lamentablemente, a Meade y a Santaella les faltó audacia y ahora, por su culpa, los mexicanos más jodidos no experimentarán la sensación de bienestar que produce la barriga llena. Ni modo, a esperar otro año y otro más hasta que cada uno de nosotros nos convirtamos en émulos de Carlos Slim o, de perdida, hasta que podamos hacer realidad el deseo de Vicente Fox de que cada ciudadano tenga vocho, changarro, chavas y cheves para ver el futbol.

Señor Meade: ¡eso es lo que exige la patria!