“La fiesta de las balas”, de Martín Luis Guzmán, y “Oro, caballo y hombre”, de Rafael F. Muñoz son dos cuentos significativos sobre la Revolución. En ambos, el protagonista es Rodolfo Fierro (1880-1915), esbirro villista a quien se le apodó “el Carnicero”. El tratamiento del personaje y los estilos empleados son muy distintos. Guzmán mitifica a Fierro, quien se convierte en terrible e indestructible: “Su figura, grande y hermosa, irradiaba un aura extraña, algo superior, algo prestigioso y a la vez adecuado al triste abandono del corral”. Sus próximas víctimas son animalizadas y luego cosificadas. Muñoz, en cambio, lo desmitifica al colocarlo como un humano que experimenta angustia y desesperación ante la muerte.

En “La fiesta de las balas”, hay una estética del crimen. El título nos remite a un aspecto del ámbito sagrado: la fiesta, el rito que implica la transgresión de las normas cotidianas. Si se mata en el mundo profano, hay condena, pero si un sacerdote lo hace en el ámbito sagrado, la víctima se vuelve chivo expiatorio, hostia, víctima del sacrificio. Los participantes del rito salen del mundo habitual y penetran en un tiempo sin tiempo. Así ocurre en el relato de Guzmán: se anula el tiempo. La frase “Aquella batalla….” equivale a “En aquel tiempo…” (In illo tempore). ¿Cuál batalla? No importa. Sabemos que Fierro mata colorados.

Al igual que en todo sacrificio, las víctimas se cosifican, pero en el texto, además, se masifican: son como una sola víctima: “Algunos prisioneros, poseídos de terror, caían de rodillas al trasponer la puerta; la bala los doblaba. Otros bailaban danza grotesca al abrigo del brocal del pozo hasta que la bala los curaba de su frenesí o los hacía caer, heridos, por la boca del hoyo”. En pocas líneas, el narrador presenta una imagen donde intervienen la víctima anónima, el victimario y la bala: estética del horror.

El estilo de Muñoz es más sencillo y el autor no mitifica a Fierro; más bien, como ya dije, lo desmitifica y a la vez lo vuelve más dinámico y sicológico. En Guzmán, es un personaje estático. El título de Rafael F. Muñoz resalta la importancia de los tres símbolos de la historia: el oro (la perdición), el caballo (instinto de supervivencia y tenacidad), y el hombre (ambición y personalismo). Si en Guzmán, Fierro es como el sacerdote que realiza un rito sanguinario, en Muñoz es sólo un hombre de carne y hueso vencido por la ambición: no es ya una máquina de matar. El cuento de Muñoz posee moraleja: ¿a qué nos lleva la ambición? Todos se lamentan por la pérdida del oro y del caballo; nadie por la del hombre. El pavor ante la muerte está más dibujado en el caballo; por eso nos duele más el animal, que se resignifica por su resistencia hacia el peligro, y ésta contrasta con la necedad ambiciosa de Fierro.

Guzmán nos remite al apogeo del poder. Busca la esencia de un personaje histórico, pero también raya el humor negro al presentarnos un detalle terrible. Notemos el inmenso contraste entre la víctima-masa, la gran carnicería de Fierro, y su pobre dedo después de apretar tanto el gatillo: “Luego notó que le dolía el índice y levantó la mano hasta los ojos. El dedo estaba hinchado de tanto disparar”. Algo tan minúsculo en comparación con la masacre resulta irónico. Esta repentina miniaturización adquiere dimensiones grotescas.

Ambos autores, con estilos distintos, muestran dos perspectivas sobre un general que es ya parte de la “mitología” de la Revolución Mexicana, pero en momentos distintos de su desarrollo.