Consideremos el “espíritu” en su sentido amplio de “intelecto” y todo lo que conlleva, tanto las vías irracionales (fe, voluntad, impulsos…) como las racionales, así como el diálogo permanente entre ambas zonas. Durante décadas se insistió en la “crisis espiritual” de Occidente, uno de cuyos rasgos es la ausencia de un centro cohesionador de la sociedad. La “comunidad”, que implica un conjunto de individuos que tienen cosas en común, se vuelve “sociedad” de individualidades autónomas. La crisis espiritual se debió, sobre todo, al predominio de la razón y a la tecnolatría o idolatría tecnológica que el progreso sigue trayendo. Los aspectos negativos del progreso son hijos bastardos del Dios iluminista Razón o, mejor dicho, de la primacía absoluta de esta facultad. Norman Brown escribió en los cincuenta que “la humanidad sigue haciendo historia sin tener ninguna idea concreta de lo que en realidad quiere o bajo qué perspectivas dejaría de ser infeliz. Lo que de hecho hace, es al parecer hacerse más infeliz a sí misma y llamar a esa infelicidad progreso”.

Muchos creadores e intelectuales han protestado no sólo contra el vacío espiritual que dejó el positivismo y otros tipos de racionalismos, que a la larga se volvieron más bien “negativismos”, sino también contra el paulatino deterioro de la naturaleza y del planeta, debido justo a la primacía del número y de la razón sobre otras dimensiones del intelecto, como la ética. Con los avances de la tecnología, se produjo su idolatría, que de algún modo tratará de sustituir los valores tradicionales por otros más efímeros. Aldous Huxley identifica la idolatría tecnológica con una religión promulgada en los medios masivos, que incluso se ha convertido en religión de Estado. Esta ilimitada confianza en la omnipotencia de la razón ya había sido denunciada por Spengler, y mucho antes, por Baudelaire, quien sostiene en el número 150 de sus Fusées: “Tanto nos habrá americanizado la mecánica, tanto nos habrá atrofiado el progreso toda la parte espiritual, que nada entre los sueños sanguinarios, sacrílegos o antinaturales de los utopistas, podrá ser comparado a sus resultados positivos. Pido a todo hombre que piensa que me muestre lo que subsiste de la vida”. La humanidad debería regir a la ciencia y no al revés. La tecnolatría ha ocasionado que la gente y la naturaleza ocupen lugares cada vez más reducidos. A los aspectos positivos del progreso se les ha rendido tal culto, que se volvieron, como diría Ernesto Sabato, “diosecillos laicos”: “Se me pregunta, dice Sabato, si lo que quiero es volver a la humanidad premecanista; demagógicamente, si lo que deseo es prescindir de la heladera eléctrica. No, lo que yo quiero es algo mucho más modesto: es bajarla del pedestal en que ella está entronizada como un grotesco diosecillo laico, para ponerla al nivel del suelo, en la cocina. Donde le corresponde”. Pero el hombre no sólo está sometido por los aspectos benéficos del progreso, como puede ser la medicina, sino también por sus aspectos dañinos, que poco a poco siguen destruyendo todo género de realidad.